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Nacionalismos y lealtades al pacto de 1978

Días atrás, en estas mismas páginas, don Gregorio Peces-Barba, entre cuyos méritos destaca su condición de ponente constitucional, exponía la tesis según la cual las pretensiones políticas de los nacionalismos "periféricos" -bueno es llamarles periféricos si ello ayuda a percibir la presencia de otro nacionalismo "central"- suponen un quebranto del consenso de 1978 e incluso una provocación que crea irritación, cansancio y desasosiego, susceptible por ella misma de proporcionar a los deudos del franquismo el argumento legitimador que ansían para acabar con el sistema democrático. Para alejar dicha amenaza, el ilustre ex presidente del Congreso propone a los nacionalismos mayores dosis de lealtad constitucional y una mayor integración para desplazarnos luego a un diálogo abierto y sin descalificaciones (por parte nuestra, supongo). Me alegro de dicha invitación al debate, de la misma manera que celebro que quien tanto intervino en nuestra redacción califique la Constitución como el pacto de 1978, puesto que ello nos servirá para sentar algunos extremos que se olvidan con demasiada frecuencia.

En primer lugar, un pacto consiste en un acuerdo o concierto suscrito entre dos o más intervinientes que se obligan al cumplimiento de lo convenido. Por tanto, reconocer que en 1978 hubo acuerdo o consenso en la cuestión autonómica nos recuerda no sólo la existencia de un conflicto previo, sino también la pluralidad de partes.

La cuestión de las nacionalidades ha supuesto uno de los grandes desajustes de la España contemporánea. Centrándonos en el caso catalán, conviene recordar, aunque sea sólo a trazos gruesos, dos hechos incontrovertibles: primero, que la integración política de Cataluña en el senado del Estado unitario acontece no por incorporación voluntaria, sino por anexión manu militari en 1714, y, en segundo lugar, que desde entonces el pueblo catalán no sólo ha preservado su identidad como nación, sino que ha manifestado también una clara ansia de autogobierno en todas aquellas circunstancias políticas -desgraciadamente pocas en la historia de España- en que ha sido posible la libre expresión de su voluntad. El franquismo, otra vez por la fuerza de las armas, emprendió una feroz represión de las señas de identidad catalanas en un vano intento de nation building y uniformización de la sociedad española. Y 40 años son muchos como para no dejar en los esquemas mentales de muchos ciudadanos secuelas tan graves como la demonización de los nacionalismos, la creencia que la intervención de éstos en la política española es mezquina y censurable, o la opinión que la pervivencia de España se halla amenazada por la recuperación de las libertades de sus naciones históricas. Sea como fuere, a finales del franquismo existía una inequívoca identificación entre la recuperación de las libertades políticas y la reintegración de los derechos nacionales. Baste recordar, para demostrarlo, que, en su congreso de 1974, el PSOE asumía una explícita defensa del derecho de autodeterminación y afirmaba textualmente que éste "comporta la facultad de que cada nacionalidad pueda determinar libremente las relaciones que va a mantener con el resto de los pueblos que integran el Estado Español". El mismo espíritu y un similar reconocimiento del derecho de autodeterminación animaban la resolución sobre nacionalidades formulada en el Congreso del PSOE de 1976.

Por su parte, el PCE, en su Manifiesto-Programa de 1975, refiriéndose al nacionalismo catalán, vasco y gallego, reconocía "el inalienable derecho de los pueblos a decidir libremente sus destinos", aunque abogaba por la "libre unión de todos los pueblos de España".

Así pues, si con la Constitución se pretendía también dar solución a las cuestiones existentes, es obvio que el pacto de 1978 no se limitaba a una transacción entre derechas e izquierdas para democratizar el país, sino que existía también un pacto entre otras dos fuerzas distintas: por un lado, el Estado unitario y, por otro, las naciones históricas, erigidas ambas como demos públicos dotados de capacidad y de derechos. Y el contenido del acuerdo, con prestaciones recíprocas, consistía, de una parte, en el reconocimiento de dichas nacionalidades y de su capacidad de autogobierno y, de otra, en la aceptación por parte de éstas de su libre y voluntaria adscripción a un proyecto político español plural y democrático, puesto que sólo así puede transigirse democráticamente un contencioso de siglos.

Sin embargo, esto nos lleva a otras reflexiones: de entrada, cuando se regatea y niega el reconocimiento acordado, resulta injusto exigir de los nacionalismos mayores dosis de lealtad constitucional. Tengamos presente también que el nacionalismo catalán ha mantenido una política de innegable aceptación de la Carta Magna. Nosotros, como parte interviniente, somos también partícipes y autores de la Constitución y responsables de ella, y creo que hemos demostrado con creces nuestra lealtad a la misma. Y lo hemos hecho de la única manera con que se demuestra la lealtad: sin contravenir jamás lo acordado y ajustando nuestra actuación a los límites que establece la Constitución, cosa de la que no pueden alardear quienes impulsaron medidas tales como la LOAPA y otras similares, destinadas a recortar la legítima capacidad de autogobierno de las nacionalidades históricas. Y en estos 20 años, el nacionalismo catalán ha contribuido como el que más -creo que el que más- en aportar estabilidad y gobernabilidad a la política española, en facilitar la adopción de medidas de política económica para superar la crisis o en posibilitar el acceso a la Unión Económica Europea. Sólo desde la vileza o la demagogia puede existir quien se atreva a negar la calidad e intensidad de nuestra aportación al progreso de España. El artículo 2 de la Constitución distingue expresamente entre nacionalidades y regiones. Y si el legislador no dicta preceptos inútiles, es obvio que alguna consecuencia ha de derivarse de dicha distinción. En cambio, hasta la fecha, hemos asistido estupefactos a un proceso en que la autonomía pretendía equipararse a descentralización en lugar de comportar un efectivo reconocimiento de los derechos históricos de las naciones que integran el territorio del Estado. Y no se trata de eso. Lo que en su día se convino, lo que exigimos entonces y reivindicamos ahora, no es otra cosa que el reconocimiento de nuestro carácter nacional en los planos simbólico, institucional, competencial, europeo y fiscal, y obviamente, el trato asimétrico y bilateral que de ello puede derivarse.

No quisiera extenderme ahora en el contenido de dichas reivindicaciones, que ha sido reiteradamente expuesto con anterioridad. Unió Democràtica de Catalunya, por ejemplo, expresó claramente en 1997 su postura en el documento La soberanía de Cataluña y el Estado plurinacional, al que me remito y que ha sido luego profusamente seguido por otras formaciones.

Creo que no existe en dicho documento nada que no puede integrarse dentro de la Constitución de 1978, porque para su plasmación efectiva bastaría con la modificación de algunas leyes que la desarrollan y con un uso generoso de las previsiones que también contiene la propia Constitución, por ejemplo, en su artículo 150.2 o en la Disposición Adicional Primera. Es más, puedo asegurar que las propuestas del nacionalismo son las que en verdad se adecuan a ese espíritu de consenso existente veinte años atrás y que hoy deberíamos recuperar. No se trata de modificar la Constitución, sino sólo de ver qué lecturas de la misma resultan más justas y conformes al espíritu democrático y a los derechos que en los foros internacionales se reconocen a las naciones. Por ello, en pro de la lealtad constitucional, deberíamos rehuir aquellas interpretaciones sesgadas del pacto que han querido ver en el acuerdo autonómico un simple principio de descentralización y no un efectivo compromiso en pro del mutuo reconocimiento y, en definitiva, en pro de la viabilidad de la única España posible: la España plurinacional y democrática.

Josep A. Duran i Lleida es presidente del comité de gobierno de Unió Democràtica de Catalunya.

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