Ocho de los víctimas españolas ingresan en un hospital madrileño tras su evacuación desde Belfast
Ya están en casa. Un avión de la Fuerza Aérea española trajo ayer de Belfast a ocho de los doce heridos por la explosión de un coche bomba el sábado en Omagh, Irlanda del Norte. Dos venían en camillas. Allí quedan Gonzalo y Teresa Blanco, Beatriz Puech y Marta Ordóñez. Sus heridas requieren reposo. Tendrán que esperar. No conviene moverles. De los recién llegados, la alegría y los abrazos de los hermanos pequeños. También, en todos ellos, la pena por los que no pudieron sobrevivir a la explosión: Fernando Blasco, doce años, enterrado ayer en Madrid, y Rocío Abad, de 23, incinerada.
La base aérea de Getafe concentraba ayer sobre su pista, a la hora del crepúsculo, todas las miradas. Dos grandes aviones de la Fuerza Aérea Española acababan de aterrizar. Procedían de Belfast, Irlanda del Norte. Llevaban una preciosa carga dentro. De la enorme panza de uno de los transportes militares bajaron los chicos y chicas heridos de distinta gravedad en el atentado con explosivos de Omagh, el pasado sábado. Unos tocaban el suelo con sus pies; dos de ellos, desde camillas. Pero todos dibujaron sonrisas transparentes de alivio en sus rostros. De las lágrimas que brotaban entonces de los ojos de decenas de sus familiares y amigos, congregados en la base aérea de Getafe, muy pocos podían distinguir si surgían de la alegría de verlos de nuevo o de la tristeza por el trance allá sufrido. Quizá por ambas causas a la vez. Al pie del avión, padres y familiares se trenzaban con ellos en abrazos largos, de los que no se olvidan nunca, mientras saboreaban unos segundos de un encuentro tan ansiado. Podían ser cualesquiera de los aproximadamente 40.000 niños y jóvenes españoles que viajan cada verano a Irlanda para perfeccionarse en el idioma inglés. Pero el destino quiso que fueran Lucrecia Blasco, Gonzalo Cañedo, Eva Jiménez, Esteban Helguero, María Sánchez de Biedma, Miryam Peláez y Belén Gonzáalez. Perforación de tímpanos, heridas por metralla, quemaduras en brazos y piernas. Tales eran las lesiones más frecuentes que unos y otras sufrieron durante la jornada del 15 de agosto de 1998 en Omagh, Irlanda, una fecha que quizá nunca olvidarán. Belén González, de 15 años, estudiante de Primero de BUP en el Instituto San Isidoro de Madrid, fue la primera en bajar. Rubia, de pelo fosco, ojos color café oscuro y mirada muy viva, quiso contar lo que a ella le sucedió. "Tengo aquí detrás", dice señalándose la nalga izquierda, "una herida creo que de metal o de metralla, no sé muy bien, pero puedo caminar. Algunos de nosotros están peor y se han quedado allí", expresa Belén con pesar. "Hubiera querido quedarme con ellos...", se entristece, pero da un respingo al saber que a la base aérea le han traído a su primo Pablo, un bebé rubito de apenas unos meses. Está deseando marcharse a abrazarlo. Se despide y sale corriendo. Sus padres permanecieron horas en la incertidumbre pues los primeros informes suministrados desde Irlanda tras la explosión señalaban que Belén se hallaba "en estado crítico y mírela, hecha un pimpollo", se alegra su abuela.
Soñando el aterrizaje
Seis ambulancias se alinean, una tras otra, detrás de los aviones militares, de los que los muchachos y muchachas descienden poco a poco. Han viajado durante cuatro horas largas echados sobre mullidas camas. Algunos venían sedados. Otros, despiertos, miraban por las ventanillas deseando el aterrizaje. Una de las chicas ha vomitado, pero está bien. Van al hospital madrileño Doce de Octubre. Allí serán examinadas. Los adolescentes han sido saludados por Francisco Álvarez Cascos, vicepresidente primero del Gobierno, que viajó a Belfast para aleccionarlos y agilizar su retorno. El de los que podían retornar. El político agradeció el gesto del Príncipe de Gales de acudir al aeropuerto a despedir a los heridos, y recordó a los que han quedado.El coronel Vicente Navarro, comandante de la nave, detalla las graves heridas de los que permanecen. Todos hacen votos porque sanen pronto.
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