La agresión
En la polémica que ha surgido a raíz de la tragedia de Génova, en la que cinco inmigrantes tunecinos fueron prácticamente inmolados con fuego, los analistas de uno y otro lado del Mediterráneo no han hecho a menudo sino perjudicar la causa de estos inmigrantes. No han sabido distinguir con claridad entre los problemas que plantea la acogida de extranjeros y los problemas que causan los inmigrantes clandestinos. Pero los analistas no son los únicos. En todas partes -en el Mediterráneo, pero también en Europa y en otros lugares del mundo-, los xenófobos por un lado y los humanitarios por otro, confunden ambas cuestiones. Y ésa es la mejor manera de no aportar una verdadera solución a ninguna de las dos. El que un país dado acepte recibir una cantidad determinada de candidatos a la inmigración forma parte de una política programada y consensuada. Depende de la tradición del país en cuestión: Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Estados Unidos y Francia han sido, desde finales del siglo XIX, países de acogida. Esta política depende también de las necesidades que se tengan. En Asia (Japón e Indonesia) y en Europa (Alemania, Suiza y Francia) ha habido naciones ricas que necesitaban mano de obra polivalente y barata, y que han recurrido de forma a veces imprudente a coreanos y chinos para lo primero, y a turcos, italianos del sur y magrebíes para lo segundo. Era "imprudente" porque, cuando el crecimiento disminuyó, los trabajadores extranjeros se convirtieron cada vez más en extranjeros y menos en trabajadores. Estados Unidos, por su parte, practicaba una doble política de inmigración. En primer lugar, cualitativa: como todos los grandes países europeos, efectuó un sistemático "drenaje de cerebros". Todas aquellas personas creadoras de riqueza intelectual o económica debían convertirse en norteamericanas. Y popular en segundo lugar: la nación norteamericana está compuesta por extranjeros (" todos somos extranjeros"), de acuerdo con jurar fidelidad a una Constitución que no se ha modificado desde hace más de dos siglos y que constituye su única verdadera tradición. Es lo que Jürgen Habermas, llama el "patriotismo constitucional" de los norteamericanos. Habermas querría que los alemanes pudiesen un día sustituir su derecho de sangre por un patriotismo de esa naturaleza (según el derecho de sangre, sólo puede ser alemán un hijo de alemán). Dicho esto, EE UU se otorga el derecho de fijar cuotas. Cada año establece cuántos nacionales de tal o cual país está dispuesto a aceptar (a los demás se les ruega que esperen). Se reserva también la posibilidad de rechazar la entrada de individuos considerados peligrosos para sus instituciones y su modo de vida.
Dicho de otro modo, sea cual sea la generosidad de las naciones de acogida, todas tienen una política voluntarista. Es una política querida. No padecida. Es el fruto de un plan soberano. No el resultado de una agresión contra la soberanía de sus fronteras, su territorio y su poder.
Los clandestinos son, por ello, vistos como agresores. No lo son. Son, por el contrario, víctimas en el sentido más amplio de la palabra. Si fueran felices en su tierra, se quedarían en ella. Son víctimas de las ilusiones que su desesperación alimenta: cualquier cosa es preferible a lo que ellos viven y, de hecho, muchos otros lo han conseguido con los mismos medios. Son, al fin y al cabo, víctimas de las mentiras de los famosos intermediarios. Se sabe que estafadores muy bien organizados reclaman a los candidatos a la inmigración "deudas de sangre". Cuentan en todos los países por los que hay que pasar hasta llegar a la nación deseada con relevos, con cómplices de su impostura, con beneficiarios de ese tráfico de seres humanos. Después, una vez que llegan, si es que llegan, los inmigrantes son condenados a trabajar para ellos.
Entre esos intermediarios existe una cultura organizativa. Hasta hace muy pocos años, se sabía que el país más favorable y menos controlado era Italia. Aquel en el que se hacía más la vista gorda era España. El más generoso una vez que se había conseguido entrar era Francia. Por eso, la oleada era considerable en esos lugares. Al fin y al cabo, por qué (al igual que había pasado antes con Albania, Kosovo, etc.) no aprovechar la pasividad italiana y la indulgencia española para llegar a Francia, pasar a Alemania y ¡oh!, el más grande de todos los sueños, a Holanda. Algunos intermediarios organizan los "pasajes" siguiendo los mismos itinerarios que los miembros de la Resistencia bajo la ocupación alemana. Una vez que han llegado a su destino, los clandestinos tienen dos opciones. Bien son contratados como mano de obra semiesclava por industriales de la confección (los famosos sótanos del barrio parisiense de Sentier, o las empresas de construcción de la Alta Saboya). O bien se convierten en traficantes de droga, delincuentes permanentes, siervos del hampa. Es grave que ninguno de los grandes intelectuales, religiosos o no, que han tenido el mérito de ayudar a esos clandestinos y que les han acompañado a veces en sus huelgas de hambre -cuando no las han compartido con ellos-, no se hayan interesado nunca por lo que les ocurría a sus protegidos una vez que lograban quedarse entre nosotros. Y más aún cuando, aunque son sin duda víctimas, la llegada clandestina a un territorio es considerada una agresión.
Y lo son no sólo por la razón que he expuesto, a saber, que todo lo clandestino parece burlar la decisión de un gobierno y de un pueblo soberano, sino por motivos más profundos. Tras la utopía de la "aldea global", nacida tras la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989, tras la esperanza de un nuevo orden mundial iniciado por George Bush en nombre de los norteamericanos al principio del conflicto del Golfo en 1991, un gran temor, subterráneo y difuso, se desencadenó como reacción entre la opinión pública. Diplomáticos internacionales, altos funcionarios cosmopolitas, especuladores apátridas, artistas, ciudadanos del mundo y pensadores de lo universal, todos ellos podían acoger esa babelización del mundo bajo el reino de la Pax Americana, pero los pueblos, por su parte, tuvieron la impresión de perder en ese desbarajuste su seguridad afectiva y su alma. En los pueblos, las identidades nacionales sobrevivieron con fuerza y se impusieron.
Ahora bien, una nación es un recuerdo más una voluntad. Las dos cosas a la vez y no por separado. Una tradición más un proyecto. En Francia, fue el Antiguo Régimen más la Revolución, etc. En ningún caso puede ser, al menos desde este punto de vista, un centro de acogida, un hospicio, una estación de
Pasa a la página siguiente
Viene de la página anterior
clasificación humanitaria. Un país de acogida es, en primer lugar, un país. No se puede entrar en él sin ser invitado, ni formar parte de él (esto lo saben bien los norteamericanos) sin ser bautizado. Si nace un patriotismo europeo, suscitará las mismas prohibiciones relacionadas con la identidad.
¿Ha sido inhumana la resistencia italiana en el caso de la tragedia de Génova? ¿De quién han sido víctimas esos pobres tunecinos quemados vivos en un barco de regreso a su tierra? ¿Era necesario provocar a los tunecinos, incluso siendo culpables, emitiendo por una cadena que se capta en Túnez, y en plena crisis italo-tunecina, una entrevista con el islamista Rachid Ganuchi?
Qué horrible y atroz símbolo de la modernidad ver cómo, a menos de dos años del año 2000, millones de turistas visitan la dulce nación de Túnez y se enteran de que los ciudadanos de ese querido país están dispuestos a arriesgarse a sufrir un vía crucis para salir de él. Este alarmante contraste muestra bien que el problema de los inmigrantes clandestinos se plantea a partir de unas premisas muy simples en todo el planeta. 1) No hay ningún motivo para que los avances de la economía de mercado (incluso corregida por la socialdemocracia de Blair, Jospin y Schroeder) no haga a los ricos más ricos y a los pobres más pobres, acrecentando el abismo entre los pudientes y los indigentes. 2) No hay ningún motivo para que estos últimos no llamen a la puerta (o entren por la ventana) de los pudientes. Existen, por lo tanto, todos los motivos, todos en realidad, para que las naciones favorecidas, si quieren estar al abrigo de la agresión clandestina, contribuyan masivamente, de forma colectiva y planificada, a ayudar a los países desfavorecidos a mantener en ellos a sus ciudadanos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Archivado En
- Opinión
- Redes ilegales
- Tráfico inmigrantes
- Empleo sumergido
- Tráfico personas
- Estados Unidos
- Inmigrantes
- Inmigración
- Inmigración irregular
- Unión Europea
- Delincuencia
- Organizaciones internacionales
- Empleo
- Política migratoria
- España
- Relaciones exteriores
- Migración
- Sucesos
- Trabajo
- Demografía
- Sociedad
- Trata de seres humanos
- Delitos
- Justicia