La esperada noche de Maite Arruabarrena
Maite Arruabarrena merecía desde hace tiempo figurar como cabeza de cartel en una representación de ópera de fuste. Curiosa cantante. Apareció un día a principios de esta década en el Centro Cultural de la Villa de Madrid con una compañía italiana itinerante de ópera, en la que también estaba Anna Caterina Antonacci, ahora triunfadora en Pésaro o en la mismísima Scala de Milán. Maite Arruabarrena sorprendió entonces con una Rosina de El barbero de Sevilla llena de desenvoltura escénica y musical. Vivía en Padua. En Italia le presionaban para que tomase un apellido artístico sin cuatro erres, Arena por ejemplo. No se dejó convencer y aún sigue hoy defendiendo su sonoro Arruabarrena con orgullo. Por razones difíciles de comprender nadie le invitaba a cantar en su país -salvo en el repertorio barroco: sus orígenes- papeles que le iban como anillo al dedo. La Quincena ha puesto las cosas en su sitio ofreciéndole ser la protagonista de La Cenerentola, y Maite Arruabarrena, aunque sin la frescura de hace unos años, ha correspondido con una actuación colosal. No ha sido ninguna sorpresa. Se esperaba.
La Quincena Musical de San Sebastián únicamente escenifica una ópera al año. En versión de concierto suele programar últimamente un segundo título cada verano, en función del Orfeón Donostiarra: el inevitable Don Carlos este año; Boris Godunov antes. Tienen especial tino en escoger equilibradamente los repartos y en buscar las batutas adecuadas, dentro de un repertorio alrededor de Mozart y el bel canto. Campanella, Ranzani o Weikert han dejado su sello en ediciones anteriores. Ranson Wilson no ha conseguido, sin embargo, con La Cenerentola estar a la altura de sus predecesores.
Con ello se resintió toda la representación. La obertura fue mortecina, la tormenta no pasó de un ligero chaparrón. El director americano, en un mezzoforte permanente, sacó poca chispa a la partitura rossiniana. Concertó correctamente y apoyó a las voces, pero ni la dinámica ni la "gracia, un cierto encanto" de esta comedia sentimental salieron a flote más que a borbotones. La Sinfónica de Euzkadi pasó así la noche sin pena ni gloria.
William Mateuzzi no tuvo tampoco su día, especialmente en el segundo acto, buscando desesperadamente su atractivo color vocal, con destellos de clase dentro de su fragilidad, pero con notable indefinición. Lástima. Su voz es de las más interesantes entre los tenores belcantistas. Simone Alaimo hizo un Don Magnífico potente y extrovertido, quizá exageradamente caricaturesco. La noche en cualquier caso era de Maite Arruabarrena: valiente en las agilidades, impecable en la línea, segura siempre.
La propuesta escénica procedente del Festival de Glyndebourne, con escenografía y figurines de Allen Charles Klein, se había visto ya en Madrid en un par de ocasiones. No está mal desde el punto de vista narrativo. Es amable, se inclina hacia la fábula. La dirección de Javier Ulacia deja libertad a los cantantes y, claro, unos lucen como actores más que otros. Estupendo musicalmente el coro Easo. La representación fue globalmente correcta, lo que no es poco en un título tan peligroso y resbaladizo como La Cenerentola, pero no alcanzó ese especial toque de distinción que la Quincena suele dar a sus producciones operísticas.
Babelia
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