Memoria del convento
La propietaria pone a la venta un edificio que acogió durante siglos a monjas dominicas
El anuncio era muy escueto. En Aracena (Huelva) particular vende precioso convento. Ideal negocio hostelería. La historia es así de caprichosa. Cuando este convento se fundó bajo el imponente castillo de esta capital serrana en la segunda mitad del siglo XVII, "era la oración su desayuno, comida y cena". No era literatura teológica. La dieta de las monjas que lo habitaban era escasísima, basada en las acelgas que allí brotaban por generación espontánea. La versión oficial cuenta que hubo una aparición de la Virgen a dos lugareñas, Lucía de la Ossa y María de la Trinidad Payán Valera, visión acompañada de 15 nudos en el báculo mariano que representaban los 15 misterios del Rosario y determinó el número exacto de las primeras habitantes de este convento de construcción austera. La fundación del convento no fue un cuento de hadas. Primero, porque contó con la férrea oposición de la orden de las carmelitas, hegemónicas en la sierra; segundo, porque los miembros de la comisión que tenían que emitir el dictamen definitivo debieron guardar en la aldea de Jabugillo la misma cuarentena impuesta a todos los sevillanos que buscaron este paraíso huyendo de la peste de 1649. La versión oficiosa es más pagana. "Esta zona era muy anarco", dice Juan Manuel Márquez, hermano de Mercedes Márquez, actual propietaria del convento, "por eso fundaron éste y otros conventos para poner pies con pared". Las monjas dejaron definitivamente el convento el 10 de abril de 1970. La fecha la recuerda con exactitud José Romero de la Ossa, 83 años, más conocido como José el Garbancero, que sustituyó a Brazo Fuerte en el cuidado de la huerta monacal. "Imagínate una piscina y un jardín en esta zona", dice Mercedes Márquez, que pronuncia las palabras mágicas: parador nacional. "Sería el mejor destino, porque saben restaurar y no les importa gastarse el dinero". Ocho años después de irse las monjas, Mercedes Márquez y tres socios compraron el convento para convertirlo en taller y almacén de cerámica. Llegó a tener hasta 40 trabajadores hasta que quebró. Ahora conviven los dos usos finiquitados del convento, el religioso y el artesanal, una síntesis que permite encontrarse posters de Camel y de chicas ligeras de ropa, tetrabriks de vino peleón, o un refectorio, lo que era el comedor de las monjas, que parece el camerino de un grupo de rock. Las hipotéticas baterías son los precintos con los que se hacían los logotipos para Loewe, el cliente más importante del taller en su apogeo. Las monjas ya se fueron. Sor Begoña es ahora Brígida Martín de Tovar y tiene hasta teléfono con contestador automático en contraste con la rigidez de la clausura que sólo personas tenaces y muy pías como José el Garbancero conseguían vencer cada vez que entraba para castrar las parras. "Lo último que hacían antes de irse era farolillos para la Feria de Sevilla", recuerda Mercedes Márquez. No pusieron ningún anuncio cuando lo pusieron a la venta. Se valieron del sigilo de los tornos de clausura. "Nos enteramos porque tenían una deuda en una caja de ahorros", dice Mercedes Márquez, que agrega: "parece que los del Opus estuvieron interesados en comprarlo".
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