'Jamás saldré vivo de este mundo' (3)
Abrió los cajones de la cómoda y la nevera; le echó un vistazo a los muebles de la cocina y al del cuarto de baño; fue del comedor a la habitación mientras registraba de una forma obsesiva cada centímetro de la casa, lo mismo que si estuviese buscando algo. Luego se asomó a la ventana, preguntándose si los perros aún estarían allí, en la oscuridad, pero no pudo verlos, de modo que supuso que los chinos se los habrían llevado. Salió al porche y encendió un cigarrillo. El aire del jardín estaba hecho de muchos olores -las rosas, las adelfas, el cloro de la piscina, el césped, los jazmines- y le sugirió cosas distintas: niños jugando a la pelota, un cementerio, una mujer desnuda. Volvió a entrar y nada más tumbarse se fue quedando dormido mientras miraba una vez más aquel cuarto, los objetos que el sueño deshacía lentamente en sus ojos: una televisión, un baúl, unas cortinas verdes.Al despertar unas horas más tarde, lo hizo de una forma pesada, casi dolorosa, con la angustia de alguien que lucha por desatarse, por llegar desde el fondo hasta la superficie. Había en la casa una luz que le pareció cortante, dañina, y esa clase de calor húmedo de los lugares cercanos al mar que te hace ser consciente de ti mismo, de que todo está ahí, ardiendo: las manos, el corazón, la espalda.
Se dio una ducha y se puso un suéter Fred Perry color malva que la noche antes había visto en el armario. Había también otro rosa, uno verde, uno celeste, todos poco más o menos de su talla. ¿De quién serían? ¿Del padre de Laura? Encendió un cigarrillo y se sentó en el porche, con los ojos cerrados, intentando armar dentro de él, pieza a pieza, la figura de la chica tal y como la recordaba, con los ojos azules, la melena negra, la ropa en unos puntos lisa y en otros tirante, capaz de sugerir cada uno de los secretos del cuerpo que ocultaba.
Al principio se le ocurrió que lo mejor sería que se marchara, bajar a la ciudad en busca de un empleo; aunque al final se dijo que era más útil quedarse allí hasta que apareciera Laura. No lograba imaginar qué rumbo tomarían las cosas, ni tampoco estaba seguro del punto en el que ellos dos las habían dejado. Fue a la cocina para comer una pastilla de chocolate que había en el frigorífico. Luego miró qué guardaban dentro del baúl: tubos de pintura, seis o siete lienzos con una casa sobre una colina y una mujer tumbada en la hierba del jardín, algunos pinceles. Después puso la televisión y escuchó una noticia acerca de un tornado, salió de nuevo al porche y encendió otro cigarrillo. La temperatura era cada vez más sofocante, empezaba a llenarlo todo, a subir de nivel como agua caliente en una bañera. Estuvo un buen rato en la hamaca, sin pensar ni en una cosa ni en otra, mirando los árboles. El tiempo parecía una materia densa, un líquido que avanzara con lentitud en aquel aire de verano. Sin darse cuenta, volvió a quedarse dormido.
Debía ser alrededor de media mañana cuando oyó el ruido de un coche y, al abrir los ojos, vio a Laura en su descapotable blanco. Llevaba gafas de sol, un pañuelo de tonos crema en la cabeza y un traje de color tabaco. La chica dijo:
-Por lo que parece no eres muy bueno intentando encontrar a la gente -se refería a ese hombre que era dueño de un barco, Gabriel, el amigo desaparecido que Asier se había inventado.
-Ehhhh... Sí, de algún modo... Tal vez lo mejor sea que empiece a darme...
-Yo creo que habrá que dejarlo para otro día.
Laura abrió la puerta del automóvil y dio unos diminutos golpes en el asiento del pasajero con la palma de la mano: ven aquí, no tengo todo el día, a qué esperas. Asier comenzó a andar hacia ella y a la vez que iba registrando pequeños datos quizás inservibles o quizás útiles -la radio está encendida, el coche es un BMW, tiene las uñas pintadas de rosa, no lleva sostén debajo del vestido- intentaba imaginar la forma en que Laura le vería: es un hombre guapo, es un hombre vulgar, tiene unos ojos maravillosos, es un sinvergüenza, no es muy alto, es fuerte, dan ganas de abofetearlo, dan ganas de quitarle poco a poco la ropa, de acariciar, abrir cremalleras, lamer, ser aplastada, abrazarse.
-Vaya -dijo Laura-, veo que te sienta muy bien el polo de mi hermano.
-Sí, yo... Dile que le compraré uno nuevo en cuanto vaya a Santa Marta.
-Bueno, creo que voy a tener que gritar mucho para que me oiga.
-¿Está... muerto?
La mujer rio con ganas.
-¡No! De hecho, puede que los que estén muertos sean todos los demás. No creo que Luis tenga muy buena puntería.
Mientras atravesaban el jardín y uno de los sirvientes chinos les abría la verja e iban dejando atrás el bosque, le contó que su hermano estaba en Kenia, en un safari, y que hacía eso dos veces al año. Asier vio junglas y elefantes, lianas y escopetas, contrabandistas de marfil.
-Luisito y sus historias -dijo Laura
A Asier no le pareció que hubiera demasiado cariño en esas palabras; en realidad no le pareció que hubiese nada dentro de ellas, excepto desinterés. Cerró los ojos y recordó la casa del padre de Laura tal y como acababa de verla unos segundos antes, con la piscina, los garajes, el invernadero; y después se puso a convertirla en un lugar abandonado, a idear el jardín deshecho de cien años más tarde, el cenador en ruinas, las puertas desquiciadas.
Llegaron a la zona pantanosa, la chica entró por un pequeño camino forestal y condujo alrededor de la ciénaga; subieron por otra carretera hasta un pinar y allí tomaron un sendero que conducía hasta el río. Laura apagó el motor, bajó del coche y fue hacia los árboles. Al rato, Asier la había perdido de vista y estuvo allí diez o quince minutos, escuchando una emisora, hasta que oyó que le llamaba y, siguiendo el rastro de su voz, llegó a la orilla del río. Laura estaba en el agua, hundida hasta la cintura, y llevaba un biquini que hizo que dentro de Asier la palabra deseo dejara de ser un término abstracto para convertirse en algo punzante, sólido.
Estoy esperando -dijo ella-. ¿O es que no sabes nadar?
-Bueno, hay un problema.
-No me digas que has olvidado el bañador... -su sonrisa era maliciosa. Asier echó un vistazo a la derecha y a la izquierda, para comprobar que estaban solos, se quitó el suéter y empezó a desabrocharse los pantalones. No estaba seguro de si eso era justo lo que tenía que hacer o justo lo que no tenía que hacer. Laura seguía en el mismo sitio, cruzada de brazos.
-Me aburro -dijo.
Acabó de desnudarse y entró al río. El agua era tibia, de color esmeralda, y la corriente inofensiva. Cuando estuvo al lado de Laura se besaron, subió las manos por su piel, pudo sentir cómo su espalda se arqueaba, tocó un instante sus senos, ella lo empujó, sus senos eran blandos pero también duros, lo empujó, frágiles e indestructibles, ella lo empujó, se fue nadando, sonreía.
Al terminar el baño, Laura sacó del coche una cesta con refrescos y bocadillos, un termo con café y un par de trozos de tarta, puso un mantel junto a la orilla y los dos comieron con apetito, hablando de una cosa o de otra. De vez en cuando, Asier la acariciaba o cogía su mano, pero la chica no le dejó ir mucho más lejos.
A media tarde estaban de vuelta en la casa. Asier fue a darse una ducha y pensaba bajar a Santa Marta cuando vio a los dos hombres acercándose por el jardín. Al principio no supo quiénes eran, pero según se aproximaban fueron apareciendo en ellos, lo mismo que si emergiesen del fondo de sus caras, los rasgos de Jing Li y Xuang Pei.
-Ahora el Coronel le espera
-dijo el que iba delante.
-¿Quién es el...? ¿El coronel es el padre de Laura?
-El Coronel es el jefe -acabó el otro criado chino. Tal y como lo dijo, la palabra jefe parecía explicarlo todo, ser un concepto que no admitía resistencia ni alternativas; de manera que Asier los siguió, bajo un sol insano, hasta llegar al invernadero. Al entrar tuvo la impresión de que le faltaba el oxígeno, de que la atmósfera de aquel lugar, lleno de vapor y de perfumes, era enfermiza. El hombre que había en su interior se acercó a él. Llevaba unas hortensias azules en la mano y tenía una mirada seca, ácida, unos ojos color óxido que podían verlo todo, que ahora mismo le estaban viendo a él junto a Laura, unas horas antes, acariciándola, nadando desnudo en el río. Asier se volvió un momento hacia Jing Li y Xuang Pei y vio que uno de ellos acomodaba algo bajo la chaqueta. Se preguntó si era un arma. No sabía por qué razón podrían llevar una y no le importaba. Lo único que sabía era que, de ser aquello cierto, tal vez estaba en peligro: si ellos tienen una pistola, tú te conviertes en una diana.
Mañana, cuarto capítulo
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