Un "Don Carlos" jerezano lleva a Salzburgo la imagen tópica de la España negra
El barítono Carlos Álvarez obtiene un sonoro triunfo en el papel de Rodrigo
España negra. Negra sobre fondo blanco, que todavía la hace más negra. Ellas con peineta y mantilla, ellos con capas y sombreros jerezanos. Felipe II, vestido como el Tío Pepe, deja un rastro de perplejidad, para qué negarlo. Es la visión que ofrece del país el director de escena alemán Herbert Wernicke en el Don Carlos de Verdi, estrenado el viernes en Salzburgo, con Lorin Maazel a la batuta. El barítono Carlos Álvarez cosechó un triunfo que le encumbra como una de las voces que van a contar a fondo en el panorama lírico del próximo siglo. De todo el reparto, fue el más aplaudido.
El espectáculo gustó. Largos y calurosos aplausos jalonaron el final de la ópera en la sala grande de este festival de festivales europeos. Únicamente Wernicke, cuando tuvo el atrevimiento de salir a saludar solo, cosa que Maazel pretendía evitarle, recibió el abucheo del público. No hay que conceder a este hecho una importancia excesiva: la carcundia musical de todo el mundo, mal que le pese al director del certamen, Gérard Mortier, sigue teniendo aquí su capital principal de operaciones, y es sabido que el director escénico es el preferido de este sector a la hora de llevarse los palos.
Equivocada
La propuesta de Wernicke, quien ha demostrado ampliamente su talento en la reciente producción de La Calisto de Cavalli, es seria, aunque a veces equivocada. En los decorados emplea unos paneles blancos con aperturas cuadradas que le permiten, con una agilidad insospechada -los cambios de cuadro se producen a velocidad de entrada en boxes de un fórmula 1-, montar un corral de comedias para el auto de fe o una prisión para encerrar en ella al despistado infante que protagoniza el título. Dos afilados conos dorados simbolizan sobriamente los polos entre los que va a saltar la chispa de la acción: el poder temporal del Rey y el espiritual del Gran Inquisidor, con clara ventaja para este último. La profusión de aperturas en el decorado permite por lo demás a Wernicke colocar a personajes permanentemente a la escucha, creando de tal modo un inquietante ambiente de delación generalizada, arma predilecta de los regímenes fundamentalistas.Resulta una pena que el vestuario no acabe de redondear la rabiosa actualidad servida por Verdi, que en esta ópera denunció, con una fuerza que tiene visos de manifiesto, cualquier forma de totalitarismo. No es que falten momentos sobrecogedores. El desfile del mismo auto de fe, encabezado por unos fantoches goyescos empalados y seguido por el clero y la nobleza mientras el pueblo se agolpa en las ventanas, tiene su punto, eso sí, si uno hace abstracción del abuso de zorros enmascarados en el séquito real. Pero luego, el director resbala peligrosamente hacia la españolada más tópica cuando cierra el cortejo con una vistosa Macarena envuelta en cirios y arrastrada por cofrades penitentes. No era necesaria esa imagen: crea una indefinición estética con la adusta litera en la que es llevado el Rey, y que Wernicke ha copiado fielmente de la que se halla en El Escorial. Tampoco convence el Gran Inquisidor tocado con elegante clergyman y birrete de párroco, a medio camino entre Marcinkus y Don Camilo, que aparece al principio del tercer acto. Además lleva gafas, cuando todo el mundo sabe, porque así consta en el libreto, que es ciego, que lleva puesta encima la ceguera milenaria de las ideas que no admiten discusión y que se imponen con la muerte de quienes se atreven a contestarlas, como el noble marqués de Posa.
En el terreno musical habrá que ser cautos para que los superlativos no se coman ésta y, muy probablemente, las próximas crónicas. De la Filarmónica de Viena baste decir que hasta los metales saben sacar pianissimi. Es el primer impacto que el novato se lleva nada más comenzar la obra. Y otro más: las notas graves son de una calidad sin comparación posible. El preludio del tercer acto, encargado de dar el color sombrío en el que va a producirse la entrevista entre el Rey y el Inquisidor, fue ofrecido con una intensidad y calidad tales que hasta las piedras del Mönchsberg se estremecían (cuántas veces no lo habrán hecho, en un lugar como éste). Lorin Maazel no es hombre de grandes contrastes, tiene tendencia a que la mano derecha se le dispare cayendo en cierta conformidad de rutero, eso sí, un rutero experto y fiable donde los haya. Pero consiguió algo muy remarcable en una obra tan difícil de encajar (Verdi la retocó una y otra vez a lo largo de los años): concertar, esto es, hacer música de manera conjunta con todos los elementos. Llevó las voces con exquisitez, sin empujar, dándoles rigurosamente todas las entradas, pero a la vez dejándolas cómodas para que se explayaran a placer.
Motivos de peso
Algunas de estas voces aprovecharon las facilidades procedentes del foso; otras, menos. El reparto de este Don Carlos ha sido accidentado. A última hora, ya con los ensayos en marcha, cayeron del cartel nada menos que Samuel Ramey (FelipeII), Johan Botha (Don Carlos) y Andrea Gruber (Elisabeth), esta última porque no daba el papel por motivos de peso (no figurados, sino los que pone al descubierto la báscula: vaya una falta de tacto). La precipitación se dejó notar: Sergei Larin hizo un Carlos correcto, aunque algo timorato; Marina Mescheriakova tiene una bella voz (aquí eso se le supone), pero desdibujó la línea en su gran escena final y tuvo dificultades con los pianissimi: eso sí, daba la talla (de nuevo, no figurada) como Elisabeth. En cuanto a René Pape, en el papel de este FelipeII jerezano, le faltó un punto de empaque, puede que sucesivas representaciones se lo den porque gusto no le falta. Paul Plishka tiene problemas semejantes, aunque en su caso más debidos a la concepción del personaje que a los recursos vocales: su inquisidor juega más a la histeria arbitraria que a la fuerza aplastante e inapelable del poderoso.Los grandes triunfadores de la velada fueron los que no habían sido sustituidos. Carlos Álvarez hace un marqués de Posa arrojado, vibrante, generoso, al límite de sus posibilidades: Wernicke le dio un espaldarazo para destacarlo, pues era el único que vestía camisa roja (un tanto obvia para un revolucionario). Su cálida voz verdiana y su estampa malagueña pusieron el resto, y el público se rindió a sus encantos. Igualmente lo hizo con Dolora Zajick, extraordinaria: la canción del velo del primer acto fue un soberbio anuncio de por dónde iría su Eboli y no defraudó en lo que siguió.
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