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Circe

ESPIDO FREIRE Cuentan de Marie Duplessis, la meretriz que inspiró La dama de las camelias, que su enorme piso se encontraba suntuosamente amueblado, y que en su cuarto de aseo no guardaba un solo objeto (peines, espejos, alfileres para el pelo) que no fuera de oro o plata. Su riqueza, y su inmensa belleza, no le salvaron de la muerte, por tisis, a los 23 años. Desde entonces, bajo muy diversos nombres, Marguerite Gautier o La Traviata, ha inspirado a poetas y directores, y ha devenido en el símbolo de la buena prostituta, la mujer que, tras su vida vergonzosa, se sacrifica y muere por amor. Una ordenanza del Ayuntamiento de Bilbao, que se propone legislar los locales de prostitución, dictamina que las habitaciones en las que se reciba a los clientes midan un mínimo de 16 metros cuadrados, y severas medidas para controlar la salubridad del agua en los jacuzzis. No será la primera ley al respecto, ni, con toda seguridad, la última. Resulta curioso comprobar cómo estos pequeños detalles, que dan al traste con la idea de una fastuosa guarida, de una mujer voluptuosa arropada en pieles, (¿cuál es la medida del lujo en 16 metros cuadrados?) fascinen aún más a las otras mujeres que a los hombres. La otra, la cortesana, el peligro, habita en habitaciones tapizadas, se viste con encajes y conoce exóticas tretas para atrapar a los hombres en su cama. Luego, ¿cómo serán esas estancias, cuál será el secreto para convertirse en una prostituta sin dejar de ser respetada? ¿Cómo harán para concentrar su mundo en ese espacio, que mide poco más que una cocina común? Cegados y culpables por su dependencia de esas mujeres, no contaron los cronistas de la época de la Duplessis la verdad sobre la prostitución en las grandes ciudades: se limitaron a lamentarse de su existencia, de la muerte en forma de mujer engañosa que introducía la podredumbre y la corrupción en los honestos hogares burgueses. La sífilis, para la que no existía cura, fue objeto de extendidos miedos y fobias, en cierto punto similares a las que el sida ha provocado en los últimos años, y se responsabilizó a la mujer, e incluso a los judíos, de su existencia y contagio, de un complot contra los intelectuales: no en vano Baudelaire, Schubert y tantos otros murieron de sífilis. La prostituta, entretenida de lujo, o callejera, era tolerada como un mal cenagoso, pero necesario, y en todo punto preferible al adulterio; pertenecían a una especie distinta, una raza de la que había que proteger a las mujeres honradas, o, mejor dicho, a la Mujer. Sin embargo, los hombres de bien gastaban fortunas enteras para mantener a sus queridas, sus coches, sus casas, y sus alfileres, y los amantes de la misma mujer formaban una especie de hermandad, una sociedad privada en la que la posición económica y social los unía y privilegiaba. Durante mucho tiempo se pensó que la razón de ello era la represión sexual casi victoriana que imperaba. Ahora, dada la disponibilidad sexual de gran parte de las mujeres, los expertos se preguntan por las razones de la prostitución y del turismo sexual. No hace mucho me encontré con un caso que no me ha sido fácil olvidar: la madre de un muchacho con deficiencias físicas y mentales había resuelto que su hijo debía acudir a una prostituta. Tardó mucho en comprender las necesidades del chico, y se sentía vagamente avergonzada de ellas, pero lo que le preocupaba ante todo era cómo ponerse en contacto con la mujer. "Si al menos su padre se cuidara de ello", decía, "él sabría cómo tratar este tema. Yo no puedo... yo no debo hablar con ella". Nunca se hubiera dirigido a las mujeres de Las Cortes, convencida de que su propia dignidad sufriría, pero, de un modo curioso, se consideraba inferior a las prostitutas de alto precio que encontraba en los periódicos. Se alejó con el hijo de la mano, dispuesta a encontrar en General Concha una aliada que le ayudase en su problema. Pensé en un absurdo quiebro de la historia, Penélope en busca de Circe, lejos de Ítaca, lejos de Eos, y en su encuentro en una habitación cuidadosamente medida, meticulosamente higienizada. Circe que, a pesar del tiempo, continúa convirtiendo a los hombres en cerdos.

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