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Mirando hacia atrás sin ira

Mariano Fernández Enguita

Vaya por delante una declaración. Me siento profundamente incómodo con la sentencia condenatoria contra Barrionuevo y Vera, pero me sentiría casi tan incómodo si los hubieran absuelto. Lo primero, porque me parece que las imputaciones de unos autoinculpados a la fuerza, que esperan ganar con ellas una eximente de obediencia debida o una solución de punto final ante la mayor magnitud del caso, no son en modo alguno pruebas convincentes. Lo segundo, porque la democracia debe ser coherente consigo misma y la justicia ciega, castigando los delitos sin excepción, y porque solamente habría creído enteramente en estos condenados si ellos mismos hubiesen iniciado el esclarecimiento del caso cuando podían hacerlo. En ambas variantes, porque sólo un cínico podría aducir una total certidumbre (pero en el mundo de la justicia siempre se ha dicho: mejor diez culpables sueltos que un inocente en prisión). Creo que era obligado empezar por aquí para que nadie tenga que adivinar mi opinión sobre el proceso y su final, pero la reflexión que quiero hacer es otra.España ha celebrado recientemente veinte años de Constitución y de democracia que, con sus deficiencias menores, pueden oponerse con satisfacción a cuarenta años de dictadura, un siglo de guerras civiles y medio milenio de atraso político respecto de Europa central y septentrional. La democracia, para nosotros, es una novedad. No sólo para el país como tal, sino para la mayoría de los individuos que todavía lo formamos, que nacimos y crecimos bajo la dictadura, o en la guerra civil, o en la República que la alumbró, o en la dictablanda anterior. Aunque los más jóvenes ya han nacido y crecido en la democracia, incluso ellos lo han hecho en familias y medios sociales marcados de un modo u otro por el pasado. Los no tan jóvenes no sólo lo fuimos en regímenes no democráticos, sino que durante mucho tiempo alimentamos proyectos no democráticos, y nos costó aprender a pensar en otra cosa.

La democracia no es simplemente un conjunto de instituciones y mecanismos, sino también una ética, un modo de conducta político o, como dicen algunos, una cultura. No se improvisa ni se aprende en un día, ni en unos pocos años, y, si miramos ahora hacia atrás sin ira, ni falsa indignación, ni intereses partidistas, los GAL e incluso ETA pueden contemplarse como meros residuos del pasado; dolorosos y sangrientos, pero residuos al fin y al cabo. Ya sé que esto no será un consuelo para Marey ni otras víctimas del terrorismo antiterrorista, como tampoco para ninguna de las mucho más numerosas víctimas de ETA. Lo que quiero decir es que, al día siguiente de la transición a la democracia, eran muy pocos los que ya creían plenamente en ella, independientemente de a dónde pudiera conducirnos.

Hay que recordar que no fue Barrionuevo, sino Fraga, fundador y todavía prohombre del PP, quien dijo rotundamente que el mejor terrorista es el terrorista muerto. No sólo eso, sino que al PP fue a parar toda la derecha montaraz española, durante tanto tiempo opuesta a la democracia o dispuesta a aceptarla sólo a beneficio de inventario, en la medida en que no pusiera en peligro sus intereses o sus creencias más profundas. Hay que recordar que en las filas del Partido Comunista de entonces y, sobre todo, en las de sus corrientes y escisiones prosoviéticas, leninistas o afganas, al igual que entre la ultraizquierda en general o entre los maoístas y trotskistas en particular -buena parte de cuyos restos sin reciclar arropan hoy estrechamente a Anguita-, la democracia burguesa era contemplada como una conquista y una fase transitoria que pronto habría de ceder el terreno, quién sabe cómo -mejor no haber tenido ocasión de averiguarlo-, al verdadero socialismo, la democracia popular, de los sóviets o quién sabe qué -lo mismo-, así como que los miembros de ETA eran vistos desde ellas casi con cariño, como compañeros equivocados, pero compañeros al fin y al cabo, protagonistas de la violencia de los oprimidos, quizá incómoda pero siempre presuntamente mejor que la de los opresores. Y hay que recordar también que para el PNV los etarras fueron y siguieron siendo durante mucho tiempo los muchachos, los chicos de nuestras familias, sin duda demasiado inquietos, pero a la postre, con razón o sin ella, unos de los nuestros, por no hablar ya del doble lenguaje mantenido hasta hoy o de la dinámica excluyente de cualquier nacionalismo en general y del vasco en particular, sobre todo de ese discurso que divide a las personas en dos, nosotros y ellos, y sientas una condición necesaria, aunque no suficiente, para tratar a los otros como nunca trataríamos a los nuestros.

Había demócratas, pero eran pocos. Abundaban y abundan, claramente, en Cataluña, donde ni siquiera el efecto contagioso de ETA llegó a hacer de Terra Lliure algo más que un episodio efímero y pintoresco. Creo que una de las cosas que muestran que Cataluña es algo más que un territorio y una lengua es precisamente este envidiable grado de madurez y de capacidad de convivencia mostrados antes, durante y después de la transición, hasta hoy, algo que la distingue con nitidez dentro de España y que se ha expresado en la serenidad con la que Convergència i Unió, cualquiera que sea el juicio que a cada uno merezca su política de alianzas, ha afrontado el último periodo de la política española. Hubo otros demócratas en la vida nacional, como los que enarbolaron las señas liberales o democristianas en la primera hora, pero su absoluto fracaso electoral demostró que estaban solos, que en España no había tradiciones democráticas de centro-derecha. Quien sirvió de vehículo a toda una corriente democrática fue, sin lugar a dudas, el Partido Socialista. Mientras el resto de la izquierda especulaba sobre la dictadura del proletariado, la autogestión, el socialismo con rostro humano, etcétera, el PSOE apostó inequívocamente y sin ambages por la democracia parlamentaria y garantista. Cuando los grandes partidos de la derecha (UCD y AP) se resistían a aceptar la legalización del PCE, el título VIII de la Constitución, el control de las subvenciones escolares, el aborto..., el PSOE ya había dado pasos de gigante en la aproximación al centro del arco político y en la aceptación incondicional de la democracia como proceso, como marco global de organización de la convivencia, cualquiera que fuera su contenido político, económico y social.

Aquí es donde reside la paradoja. Ya con UCD hubo terrorismo antiterrorista, y probablemente habría habido más de no ser por la debilidad permanente de esos Gobiernos que les llevó, para bien de todos, a una actitud siempre negociadora. No quiero pensar lo que habría sucedido de haber seguido en el Gobierno, o vuelto a él, en aquel entonces, el hombre que prefería a los terroristas muertos. Por otra parte, no tiene mucho sentido especular sobre un imposible Gobierno en el pasado de lo que hoy es Izquierda Unida, pero, dado el fuerte peso que en su tradición y su herencia políticas ha tenido siempre una concepción instrumental de la democracia, no creo que hubiese sido precisamente un dechado de garantismo, aunque los derechos en peligro habrían sido los de otros. El PSOE tampoco llegó al Gobierno enteramente libre del pasado, y uno de los peores fardos que arrastraba es personificado claramente por Damborenea, el hombre que pensaba que el socialismo ha de estar en una lucha sin cuartel con el nacionalismo: de aquellos polvos, esos lodos, aunque yo sigo sin ver una explicación convincente de hasta dónde llegaron.

Este desfase entre unos y otros llega hasta hoy. Creo que ya puede afirmarse con seguridad que populares, comunistas y nacionalistas vascos están incondicionalmente del lado de la democracia y contra la violencia, cualquiera que ésta sea. Una de las virtudes del largo proceso político-mediático en torno a los GAL -no hay mal que por bien no venga- es que, aunque en muchos casos y para muchos de sus actores haya podido consistir en hacer lo adecuado por motivos inadecuados, ha obligado a estas fuerzas a asumir y proclamar la defensa del Estado de derecho y de la convivencia pacífica en cualesquiera circunstancias. Sin embargo, también creo que ese mismo proceso mostró a algunos actores individuales y colectivos plenamente dispuestos a recurrir a todos los medios no violentos con tal de conseguir su objetivo, la dimisión de González, rozando para ello las fronteras de la legalidad y traspasando con mucho las de la moralidad; y dio a aquél, por cierto, la oportunidad de anteponer los intereses del Estado -es decir, los de la convivencia entre todos- a los suyos propios o a los de su partido en el tramo final de su última legislatura, cosa que ni él ni su Gobierno habían hecho ante las primeras denuncias de corrupción, en un cambio de actitud que el electorado le agradeció con aquella derrota dulce contra todo pronóstico.

La suerte y la desgracia de los socialistas fue que el retraso en el aggiornamento de los demás les hizo llegar a las responsabilidades del poder, quizá, un poco prematuramente. Siempre se ha dicho que las revoluciones devoran a sus hijos. Yo creo tan sólo que la democracia española, como cualquier adolescente, no termina de aceptar que sus padres nunca fueron perfectos.

Mariano F. Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca.

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