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RELEVO EN EL PODER EN TOKIO

El discreto maestro de las ceremonias ocultas

Surgido de las sombras del aparato del partido gobernante, Obuchi recurre al consenso para frenar la crisis japonesa

Xavier Vidal-Folch

Ser fajador y humilde. Así respondió Keizo Obuchi a quien le preguntaba por las cualidades que requiere un político. Y a fe que las ha cultivado. Se ha fajado en todos los cabildeos, maniobras y componendas de la pequeña política japonesa, para convertirse en su gran maestro de ceremonias como samuray del aparato, sea de la facción, del partido o del Gobierno.Y ha aprendido a dominarse, doctorándose en humildad, para esperar pacientemente su momento. Tanto es así, que en 1995, cuando ya parecía tocarle el gordo, pues encabezaba el clan más poderoso del partido, cedió el paso a su subordinado, coetáneo y compinche de primeras armas en la Dieta, Ryutaro Hashimoto. Pensó quizá que le faltaba aún la experiencia de un ministerio clave. Con gestos del género se ha forjado una legendaria fama de amable.

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Esta férrea voluntad se traduce en una presencia imperturbable de esfinge. Jamás carcajea. Nunca sonríe en público, como si un calzado estrecho aherrojase sus mandíbulas. Ni siquiera ayer, en el éxtasis de su elección, se permitió algo más que una leve, temblorosa tensión en las comisuras de los labios. Sí lo hace en privado, distancia en la que se muestra hasta dicharachero. Como cuando recibió en Tokio a José María Aznar, el pasado octubre: los contertulios llegaron a establecer concurso sobre cuál de sus esposas era la más atractiva. Cosas veredes. Como en esta campaña de primarias, inéditamente populista, cuando, para desmentir la acusación de The New York Times de ser una pizza fría, replicó irónicamente que las pizzas se pueden recalentar y sirvió sendas raciones a los periodistas convocados.

Keizo Obuchi (Gunma, 1937), hijo de un rico hacendado textil, licenciado en Literatura Inglesa y master en Ciencia Política, destaca en las tres cualidades que constituyen la tabla de mandamientos de la vida pública japonesa. Destaca, primero, en no destacar, en pasar desapercibido, no desentonar, ser armónico, suave, sigiloso, la mejor receta para evitar envidias, hacer amigos y ahuyentar enemigos.

Destaca también en obedecer, seguir la tradición, no vulnerar la costumbre: recién ingresado a las aulas universitarias, a los 21 años, fue cuando decidió culminar la carrera parlamentaria de su padre, que una muerte súbita segó en 1958. Desde entonces ha mantenido la herencia del escaño a lo largo de 12 legislaturas. A la inauguración de la primera de ellas se presentó acompañado de su madre.

Destaca finalmente como gran sacerdote del consenso, cualidad que desborda la vida política para convertirse en rasgo del carácter nacional, si es que tal cosa existe. El consenso -olvídense de la hermenéutica española- equivale aquí a difusión de responsabilidades, a difuminación del riesgo individual. Un rasgo a tercios tribal, soviético y celestial.

Con estas alforjas, en Europa sería casi un desconocido. Sus puestos apenas han tenido relieve público. Han sido, casi todos, siempre en el aparato. En el partido, como secretario general, vicepresidente y jefe de la facción más numerosa, sucediendo a su padrino, el patriarca Noboru Takeshita. En el Gobierno, como jefe de gabinete del primer ministro (1987-1990). Siempre a la sombra, pero siempre en las cocinas del poder, trenzando compromisos. Por ello, sería el líder ideal en tiempos de bonanza, pero no para tiempos turbulentos, que requieren un fuerte liderazgo, opina el influyente Asahi Shimbun.

Aunque ignaro en política económica, está versado en política internacional. Se preparó, con previsión geológica del tiempo, en 1963. Dio una vuelta al mundo durante la que visitó 38 países. Silencioso aprendizaje para la cartera de Exteriores, que ha desempeñado con habilidad durante 11 meses, 35 años después. Sin molestar a nadie.

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