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Senderismo constitucional

Mi máximo respeto para el senderismo, pero me parece una actividad menor. De ahí que cuando los políticos se han dado a enriquecer el acerbo categorial de la Teoría de la Constitución encomiando la senda y denostando el atajo no creo que hayan contribuido al progreso de tal disciplina. Ni, ciertamente, a su utilidad.Para empezar, lo que a la hora de manejar la Constitución importa es su finalidad. No ciertamente cómo se emprendió el camino hace dos décadas, sino la meta constitucional, que no es otra que la pacífica convivencia democrática de los ciudadanos. Por ello no basta con invocar la senda constitucional, como hizo, en 1820, el más felón de nustros gobernantes. Hay efectivamente que seguirla y, en ocasiones, hasta construirla. De ahí la excelencia que, a veces, tiene el atajo cuando permite llegar a la meta, obviando sendas inútiles, peligrosas o costosas en exceso y desbrozando, incluso, nuevos caminos.

La historia constitucional da cuenta de atajos magníficos y utilísimos. Atajo fue la Ley para la Reforma Política que permitió en 1976 iniciar una transición rápida a la plenitud democrática frente a la senda, por algunos propugnada, y que hubiera supuesto varios decenios -¿o tal vez centurias?- de evolución constitucional. Atajo era, para obviar eventuales dificultades, su artículo 5. Y atajos fueron, entre otros, a la hora de construir el Estado de las Autonomías, la transitoria 2ª de la Constitución, frente al largo camino del artículo 151 o los Pactos Autonómicos de 1981. Por eso no hay que escandalizarse cuando, a la hora de integrar la difícil plurinacionalidad española, haya expertos que busquen atajos en la literalidad de la propia letra de la Constitución, como es el caso de la Adicional 1ª. Ciertamente que encontrar para tal fin buenos atajos exige imaginación. Y la obra de arte también.

Y hay también atajos peligrosos. Los que pretenden conducir a la meta y, tras muchos rodeos, bordean el abismo, desde la guerra sucia a la explotación política del GAL. Tal sería el caso cuando en la contienda política se siguen, frente al adversario, caminos, de difícil marcha atrás, que parecen políticamente rentables y terminan, con una sentencia, yendo más allá del quehacer propio de la justicia, tajando la opinión pública y el cuerpo político por la mitad, creando temibles agravios y poniendo en un brete a las propias instituciones. Los políticos deben evitarlos; los jueces, tambien; y los primeros son insensatos si creen poder descargar su responsabilidad en los segundos.

En otras latitudes es atajo no menos peligroso utilizar instrumentos jurídicos generales para resolver problemas políticos singulares. Ya se hizo con Rumasa en 1983 y vuelve a hacerse ahora con Egin, invocando, por cierto, en ambos casos, las deudas con la Seguridad Social. Para afrontar tales cuestiones patrimoniales, y aún las políticas a ellas inherentes, sirven las instituciones interventoras y algún buen ejemplo hubo de ello con ocasión de la crisis Banesto.

Las responsabilidades penales, siempre individuales, tienen su propio camino. Pero limitar la libertad de expresión consagrada en el artículo 20 de la Constitución requiere el procedimiento general y político, no particular y jurídico, del artículo 54.1, que, felizmente, nunca se ha considerado preciso emplear. Lo otro es un atajo que se llama derogación singular de la norma y atenta contra la interdicción de la arbitrariedad que la propia Constitución consagra (art. 9.2). Y eso es muy grave, con independencia de la antipatía que puedan inspirar los perjudicados por la arbitrariedad.

A la hora de festejar el XX aniversario de la Constitución conviene menos senderismo y más rigor.

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