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Tribuna
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Rompecabezas de un pintor

A lo largo de tantos años, que resulta que luego no son nada... Y, a estas alturas, él se estaría riendo del estraperlo en rama que conlleva el arranque de la milonga eterna (el convertir la despedida en género, en fin), carcajeándose, con la mirada, de todo arranque ya estragado en sí, patético, mas no del otro, tan a menudo el suyo, en gris o en blanco y negro: el de quedarse sin saber ni qué, perder de pronto el paso (y tolerar el chiste, el ridículo) con firme y maliciosa dignidad, la suya siempre, tal si un borrón de tinta china anegase el papel de este periódico.Porque cuando volvía, y entonces él volvía tan campante del frío y del calor, te lo anunciaba así: "Tenemos mucho que hablar". Frase medio comanche, a la que a veces yo me adelantaba para reproducírsela calcada, y él se echaba a reír. Y ocurría que, al término, ¡lo normal!, esa abundancia se quedaba en lo justo, sin que por ello él -inteligente, perserverante, irónico- modificase en lo más mínimo su decidora costumbre: "Tenemos mucho que hablar". La última vez que me lo dijo, y lo mismo a lo largo de tantos años, yo estaba a punto de marcharme a México. De ahí que me encomendase que le trajese -y accionaba esas eses que ni siquiera pronunciaba- un rompecabezas, que no encontraba, con la efigie de La Catrina, estampa realizada por José Guadalupe Posada en 1900 y venerada por el solicitante. Le hice el encargo, aunque después, ya nunca, tuve la oportunidad o el coraje de llegar a dárselo.

Aún seguía yo en México cuando se publicó la noticia de que el pintor Antonio Saura, el devoto de La Catrina, el solicitante, había sido internado en un hospital, que tenía leucemia, que una putada más. Y, cuando regresé, la esperanza era duda del deseo, que se fue disipando con los días. Hasta hoy. Y observo la oquedad triunfalista de La Catrina, blanquinegra y potente, en el centro de la tapa de una caja con marco de color rosa mexicano: esqueleto que lleva sombrero, amplio y pinturero, sobre la cima de la calavera. En el interior de la caja (y tolerar el chiste, el ridículo), hay 500 piezas, más una bolsa de papel duro de plata, que cabe imaginar repleta de pegamento gelatinoso, y, al lado, una esponjita rectangular, azul celeste.

Inacabado collage. Más que repasar, veo por vez primera los libros que, a lo largo de tantos años, fuimos haciendo juntos; sobre todo en París, vecinos encantados de una colonia china. Yo hablaba mucho en ellos de la muerte porque la muerte estaba en los dibujos, reclamaba decirse al desdecirme, me arrastraba con sus líneas de luto al laberinto lagunoso de lo extremo, al remolino del que iba a surgir, para regocijo de nuestro espanto, el verdadero monstruo, reconocible por su aspecto póstumo, con todas las gesticulaciones en un único y último instante. ¿Y cómo darle asedio?

Uno lo intentaba: "Auxilio y brecha de lo Ausente. ¿O sea? / Mover las picas en la aleve caja/ sin adueñarse de sonido alguno". O le entonaba este responso: "Hay cucharas. Hay lunares y cruces. Hay lágrimas. Hay relinchos y abrazos. Hay honor. Hay oscilantes almas. Hay cejas, bocas, canas. Hay cola. Hay amores sin alas. Hay nada. Ceniza del hay ido, pintura; ceniza del ay ido, palabra". O intenté retratarle como alguien, figura escueta, a quien su propio pensamiento le implora "lo que la mano, no al tuntún, demora: / esa duda pictórica, esa fina / forma de oler lo que la fe alcanfora". Y terminé por darle la razón: "Todo crucifixión, / salvo ese abismo / que la hace resplandecer / de frío".

Me cito porque sí, porque llena el espacio del vacío, porque aminora el tongo y porque todo eso fue tanto suyo como mío. Y vuelvo a abrir la caja del rompecabezas, esta vez temeroso de meter la pata (y toleraba el chiste, el ridículo), no sea que me dé por componer el collage y me salga, a lo sumo, un falso saura. Vuelvo, pues, a cerrarla. Vuelvo a decirme que hice bien, que hay cosas que se entregan en mano o no se entregan. Pero él no me llamó. Sólo dio un rodeo: decir que me pidiesen un catálogo de Vicente Rojo y otro de José Luis Cuevas. ¿Pude insistir, prever y conjurar en una nueva carta el chiste malo? No lo sé. Sé que acepté la posesión de esa caja, solicitada y nunca reclamada, porque me convencí de que él no iba a renunciar a algo (una promesa incumplida) que podría servirle de pretexto para decir la próxima vez: "Tenemos mucho que hablar". Y tampoco me extrañaría que le asustase verme llegar allí, casi a ninguna parte, nervioso de verdad, con el rompecabezas de un esqueleto, y a él le diera la risa o el alarido, tan a destiempo, ya sin pincel ni pluma para fundir desdicha y dicha, bromas y escarmientos, encuentros y desencuentros. Delicadeza y rabia, rasgos de La Catrina.

También tenía esas cosas -otro rompecabezas- en vida, de palabra y en pintura. Y eso a lo largo de tantos años, que resulta que luego no son nada: monstruosidades póstumas, garabatos para hacerse a la idea.

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