Otra nueva maravilla del cine iraní
Esta pequeña (mínima en cuanto producción, pero cuidadísima pese a que costó cuatro perras) película dirigida por un cineasta iraní formado en la sombra, ya alargada por todo el planeta, del Abbas Kiarostami, uno de los más vigorosos hombres de cine que existen, no solo tiene el gran aliento del maestro, sino que en un aspecto va más lejos que él.
La originalidad y la soltura del relato (que a mitad de película hace inesperadamente un contrarrelato) urdido sobre la marcha las calles de Teherán, compensando la escasez de medios con una gran riqueza de recursos imaginativos, descolocan al más resabiado cinéfilo y adquieren, de mitad de película en adelante, casi un aroma fundacional: una vivencia no grave y especulativa, sino leve y ejercida, del revés y el derecho de la vieja busca de los límites del realismo en el cine o, más exactamente, de la pasión por la captura de la verdad con una cámara, llevada al límite.
El espejo
Estados Unidos, 1987 (70 minutos). Director: Peter Markel. Intérpretes: John Savage, Meg Foster.
Dirección, guión y montaje: Yafar Panahi
Fotografia: Fardat Yodat. Sonido: Yadollah Nayali. Irán, 1997. Intérpretes: Mina Mohammad Jani, Kazern Mochdehi. Madrid: Renoir Plaza de España y Renoir Cuatro Caminos, en V. O.
Asombrosa, vivísima película, sancionada con premios en internacionales, en lucha contra películas europeas y americanas de relumbrón, que esta arrolladora pequeñez asiática ha abatido a la reconfortante manera que los aprendices de David tienen de deshacerse de su Goliat de turno.
El espejo arranca parsimoniosamente, en un tempo de historia morosa y tristona sobre una niña perdida en el laberinto de una ciudad indiferente a su abandono. Pero bruscamente, el adagio se convierte en scherzo, la mortecina acción se hace trepidación, la niña a la deriva se adueña de su itinerario y, dando la vuelta como a un saco al arranque, crea ella sola una zona de desenlace de signo opuesto, convirtiendo una ficción sobre la tristeza y la soledad en un documento, o una metáfora, de absoluta veracidad, sobre la alegría, la desenvoltura y la libertad.
Hay que ver para creer la luminosa verdad que encubre, y que poco a poco sale a la superficie y la inunda, este inicialmente sombrío canto, o llamada, al optimismo de la sublevación y la indocilidad, máxime en una sociedad gobernada por agobiantes leyes teologales, como es la iraní, donde esta hermosa parábola de la insumisión adquiere, como todo eco del cine de Kiarostami, vivificadoras resonancias subversivas.
No es una película para que quienes buscan escapar, ante una pantalla, de la presión de la vida, de las aceras, de la realidad, formen cola ante ella. Pero es más que aconsejable que quienes en un cine busquen todo lo contrario, que son ciertamente muchos menos, no se pierdan esta delicada y frágil maravilla.
Babelia
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