Las tres Españas
Los estadounidenses más ricos han casi duplicado su patrimonio bursátil desde 1993 y reconocen que la trayectoria alcista de la Bolsa les ha hecho más caritativos. El importe de sus limosnas ha crecido cuatro veces menos que el neoyorquino índice Dow Jones de valores industriales, pero la compasión privada avanza a medida que el Gobierno de Clinton intenta apiadarse menos de millones de ciudadanos desvalidos. The Economist sospecha que la mayoría de los óbolos persigue más reconfortar el ego de los donantes que ayudar a los indigentes, pero no deja de ser noticia que en el sistema económico desarrollado que más erráticamente distribuye las ganancias, con fuerte tendencia a concentrarlas en las esferas altas, empiece la filantropía a reclamar atención estadística.Los Estados Unidos registran la mayor diferencia entre ricos y pobres de todos los países de la OCDE y apenas han movido un ápice el modelo socioeconómico de los años treinta, en los que la desigualdad social se consideraba tan importante para la formación de capital como el esfuerzo y la capacidad creadora. Si la renta se conduce impetuosamente hacia los más acaudalados, se venía y se viene a decir, forzosamente se ahorrará e invertirá una parte de ella, porque los ricos necesitan tanto el empuje que proporciona el dinero adicional como los pobres el acicate de su pobreza. No hace tanto que el Gobierno de Reagan justificaba la reducción de impuestos a los muy ricos con un argumento que John K. Galbraith describe metafóricamente en su libro La cultura de la satisfacción: "Si uno alimenta al caballo con avena de sobra, algo acabará cayendo al camino para los gorriones".
Parecidos argumentos se escuchan hoy en Europa, donde se pregona que el ansia de seguridad económica es el gran enemigo de una productividad creciente y la emulación más o menos mimética del modelo americano ha ganado muchos adeptos. No hay registro del momento exacto en que la ética del cada cual para sí se convirtió en fascinación, porque los cambios económicos y sociales no se producen bruscamente; como ha escrito Fabián Estapé, "si no existió un día concreto que pueda declararse como el primero de la época renacentista, tampoco se puede señalar cuándo Europa y España empezaron a cortar la tela con patrones americanos". Pero ese día transcurrió y forma ya parte de la historia secreta de los hechos sociales en el Viejo Continente.
El modelo social de Estados Unidos se está implantando también en España, hasta ahora de manera sutil. Apenas hay todavía datos recientes que lo confirmen, pero sí bastantes indicios de que, con la globalización económica y la moneda única como coartadas, la sociedad española transita ya, y no sólo intelectualmente, por el camino de la agudización de las desigualdades personales y territoriales. El bondadoso tratamiento fiscal de las rentas del capital, la desmesura guiada de algunas cotizaciones bursátiles y otras medidas recientes, como la subasta sin más del patrimonio público empresarial (manteniendo su control "político"), están contribuyendo a inclinar hacia los más favorecidos las consecuencias de la actual bonanza económica.
Tres Españas, cada vez más distantes, aparecen en el escenario social. La primera es la España opulenta, la de las grandes rentas anuales y una parte de las familias (24%) que consiguen liberar dinero para el ahorro. Es la España que ha incrementado sustanciosarnente su patrimonio con la explosiva capitalización bursátil de los últimos años, muy superior a la de Wall Street (el presidente de Telefónica se vanagloriaba recientemente de que el valor de las acciones de la compañía se haya multiplicado por tres en dos años). Es la España que va bien. Su posición relativa mejora claramente, aunque de ello no deban esperarse beneficios apreciables para el resto de la sociedad, porque "riqueza no es lo mismo que capital, ni la ambición de amasarla, que podemos remontar hasta los faraones egipcios, se ha convertido nunca en fuerza de cambio continuo y profundo" (R. Heilbroner, El capitalismo del siglo XXI).
La segunda España, la más numerosa, es la formada por los millones de trabajadores cuyas rentas han evolucionado estos años al módico compás del IPC o, como en el caso de los funcionarios, de su nivel freático. Son los que viven al día (61% de las familias), gentes que van tirando para llegar extenuadas a fin de mes, mientras la desigualdad salarial bate marcas históricas. Es la España que resiste.
La última España es la de los pobres. Un estudio reciente de Cáritas estima que son 8,5 millones en nuestro país (equivalentes al 22% de la población); lo que nos permite subir al podio de la pobreza de la Unión Europea, junto a griegos y portugueses.
Son ciudadanos que ingresan menos de 44.000 pesetas mensuales, familias en las que ningún miembro tiene un trabajo remunerado, jóvenes urbanitas menesterosos, trabajadores sin cualificación a merced del mercado, minorías étnicas y, por supuesto, parados de toda duración. Colectivos casi siempre extraños a las coyunturas favorables y que aparecen en las listas de heridos y afectados en todas las crisis. Es la España que subsiste.
Estas tres Españas se perfilan con creciente nitidez a medida que se alejan entre sí, siguiendo el modelo neoliberal de moda. Fenómeno éste que también se reproduce en cada comunidad autónoma y se agiganta en algunas de ellas, pese a los mecanismos de solidaridad interterritorial. En definitiva, aunque suscitar el problema del equilibrio social suele tener el don de la inoportunidad, dada la apatía sobre el bienestar de los demás que la prosperidad tiende a crear. Hay que asumir alguna verdad elemental. Por ejemplo, que es muy peligroso (también económicamente) pagar las ganancias de productividad con pérdidas en la cohesión social. Por ejemplo que, a falta de políticas redistributivas, el crecimiento económico genera simultáneamente riqueza y miseria, y que la creación de la primera está inextricablemente asociada a la desigualdad. Muchos años atrás quedó escrito que "donde exista una gran propiedad, habrá una gran desigualdad... La fortuna de los ricos supone la indigencia de la mayoría". Quien habla no es Karl Marx ni un sospechoso precursor de la socialdemocracia. La frase es, ay, de Adam Smith, el escocés tantas y tantas veces manipulado para justificar con su doctrina acciones abominables.
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