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Tribuna
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El precio del dolor

Antonio Muñoz Molina

José Amedo se pone en pie con un tremendo impulso muscular, emerge por encima de las cabezas de los otros acusados como un nadador que surge violentamente del agua, expandiendo el torso entero, adelantando la poderosa mandíbula equina y el cuello tensado por el dogal de la corbata, los hombros levantados, agigantados, exagerando su envergadura hercúlea, la cara vuelta hacia un lado, la mirada retadora y fría, ahora más alta que la de cualquiera en la sala, evaluando con sumaria arrogancia a letrados y jueces, a los acusados que llevan casi dos meses sentándose cada mañana muy cerca de él, Vera, Barrionuevo, Damborenea, Sancristóbal. El abogado del Estado acaba de calcular, con mezquindad algo macabra, lo que él mismo llama, en latín judicial, el precium doloris, o, dicho crudamente, el valor monetario de los sufrimientos de Segundo Marey, e inmediatamente después el presidente empieza a preguntar a los acusados si tienen una última alegación que formular antes de que termine el acto del proceso. Apenas pronuncia el nombre de José Amedo cuando éste se levanta con una especie de determinación brutal, como soltando una energía embridada demasiado tiempo, moviendo el cuello, los músculos de la espalda dilatándose bajo la americana azul oscuro, como los de un luchador que hace acopio de aire y confirma su fuerza en el preludio del ataque. Va a abrir una cartera flexible de plástico o de piel con la que llegó por la mañana bajo el brazo, pero el presidente le corta en seco, con su autoridad suave y terminante, le ordena que no lea, y Amedo se queda un momento quieto, con la cartera a medio abrir, mirando de lado al presidente, adelanta la barbilla, aprieta la mandíbula, mueve el cuello y empieza a decir algo que casi no se oye, sin duda una acusación contra alguien, porque el presidente vuelve a interrumpirlo, con un filo de ira bajo la suavidad de sus modales, le dice con severidad que no es momento de acusar a nadie. Entonces Amedo se queda desconcertado, rompe a hablar de una manera embarullada y despectiva, niega que sea suyo ese manuscrito que tiene su firma y cuya autoría confirmaron los calígrafos, acusa con palabras bruscas y confusas al Gobierno socialista, se abotona la chaqueta, acomoda la musculatura de la espalda bajo las hombreras, se sienta, mirando de lado, todavía con una tensa agitación de mandíbula.Hay acusados que se ponen en pie y no dicen nada. Otros repiten que cumplieron órdenes. El inspector Hens, con su pelo negro y brillante de gomina, con su barba negra, con sus gafas negras, con su acento andaluz, dice que al fin ha podido librarse de una carga que llevó durante demasiados años, y que lamenta haber causado sufrimiento a Segundo Marey durante los diez días que estuvo vigilándolo en la cabaña. En esta sala donde tantas palabras se han oído desde finales de mayo, las del inspector Hens traslucen una contrición serena, una intensa veracidad. Ricardo García Damborenea se pone en pie enérgicamente y parece que va a decir algo, pero no dice nada, y hay unos instantes de silencio en los que uno tiene la impresión de notar el peso de las palabras que no llega a decir. Julián Sancristóbal también elige el silencio. Rafael Vera reivindica su inocencia con laconismo formulario. José Barrionuevo declara su honorabilidad personal y su condición de demócrata con mejor calma y sin la vehemencia atropellada con que se defendió en los interrogatorios. Tal vez lo ha serenado el informe de su defensor, Pablo Jiménez de Parga, un abogado joven, flaco, de mirada fuerte, de perfil aguileño, sin los despliegues retóricos de los abogados más veteranos, Stampa y Cobo del Rosal, con una oratoria más seca, más sistemática, más apegada a los hechos. En el repertorio instrumental de los letrados, Pablo Jiménez de Parga sería un virtuoso precoz y concienzudo del violín, con una voz prometedora y persuasiva, pero todavía no hecha, no cuajada del todo, con agudos difíciles que a veces rozan el chirrido. A lo largo de un solo de casi cuatro horas Jiménez de Parga pone en duda el valor de las confesiones incriminatorias logradas por el juez Garzón esgrimiendo la amenaza de la cárcel, se pregunta por el crédito que merecen como modelos de veracidad el ex coronel Perote y el ex fugitivo Luis Roldán, examina de muy cerca cada una de las pruebas de la acusación buscando sus debilidades y sus inconsistencias: dónde está el millón de francos que no salió del Banco de España, quién recibió en la Cruz Roja de San Sebastián el comunicado reivindicando el secuestro de Marey, qué valor puede atribuirse a una líneas mecanografiadas en un folio sin membrete ni sello de cuya autenticidad no hay otra garantía que la palabra de un convicto.

Con cierta incredulidad, con un estremecimiento de inminencia y un rumor de tensión y de alivio, nos ponemos en pie y empezamos a abandonar la sala cuando el presidente pronuncia las palabras rituales: "Visto para sentencia". De pronto, parece que todo ha terminado, pero el punto final es una línea de puntos suspensivos. Nos vamos despidiendo, contagiados todos, actores y público, de una rara complicidad a lo largo de tantas semanas, desfilan por última vez los acusados desde la penumbra del vestíbulo hacia la claridad cegadora del mediodía y de los flashes. De ahora en adelante, en las estancias del Supremo, en los anchos corredores casi vacíos, con postigos entornados contra la luz violenta del verano, los magistrados se quedan solos con su misteriosa y terrible potestad de juzgar. Fuera del tribunal ya han sido dictaminadas culpabilidades y sentencias. El precio del dolor, el precio de la sinrazón, de la trapacería política, del abuso, de la calumnia, del crimen, no puede calcularlos nadie, y seguirán ejerciendo su influjo de usura y recelo sobre todos nosotros aun después de que se haga pública, sea cual sea, la decisión de los jueces.

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