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Ermua y la participación políticaJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

Decía Norberto Bobbio en este mismo periódico: "El aumento de ciudadanos pasivos en un Estado democrático es señal de que aumenta la fractura entre gobernantes y gobernados, fractura que es, por el contrario, característica de los sistemas autoritarios". Hace un año, en toda España se dieron masivas manifestaciones de repulsa por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Cataluña no fue excepción: Barcelona vivió una de las más importantes concentraciones de su historia, si atenemos al número de asistentes. Una manifestación en el grado mínimo de la política: rechazo a la violencia y súplica a los gobernantes, porque el miedo convierte a los ciudadanos en súbditos que claman protección y amparo. El hecho de que muchas de las consignas fueran coreadas en castellano abrió la puerta a interpretaciones que apuntaban a una cierta reacción españolista. De hecho, ésta fue la lectura que el PP hizo de las movilizaciones que poblaron todo el territorio español.Una interpretación probablemente apresurada. Eran manifestaciones de carácter prepolítico, que expresaban indignación, desconcierto y, obviamente, ganas de que la pesadilla terrorista se acabara para siempre. Todo en un terreno muy primario, muy a flor de piel. Que el nacionalismo tiene una dimensión sentimental que empalma con lo prepolítico es obvio, y en este sentido podía estar latente cierta respuesta de acción-reacción del nacionalismo español contra el nacionalismo vasco. Pero también estaba presente una solidaridad espontánea con los vascos, aunque fuera a través de una consigna: "Vascos, sí. ETA, no" que podría ser considerada portadora de prejuicios. Aquella masiva reacción de la ciudadanía se recuerda con el mediático nombre de "espíritu de Ermua". Estos días se suceden los debates y los análisis sobre qué queda de todo ello. Incluso los obispos del País Vasco, en un ejercicio de cinismo sin par, materia en la que los prelados han sido siempre maestros, acusaban a los partidos políticos de no haber estado a la altura de las circunstancias, de haber defraudado las expectativas ciudadanas. ¿Hay alguien que en el tema vasco haya llegado a los grados de ambigüedad, santa ambigüedad, por supuesto, que han alcanzado los obispos? Para llegar a las conclusiones acerca de qué queda del "espíritu de Ermua" habría que ponerse de acuerdo sobre su significado. Lo cual no es fácil. Objetivamente, puede decirse que un año después de Ermua la situación política en el País Vasco ha empeorado de modo considerable. Se ha pasado de la doctrina del pacto de Ajuria Enea, que predicaba la unidad de todas las fuerzas democráticas en la lucha contra la violencia y operaba como lugar de debate entre ellas, a la doctrina de las dos mayorías (españolista y abertzale) o de las dos legitimidades (ciudadana y nacionalista, como escribía José Ramón Rekalde). Pero esta regresión es debida en parte a las interpretaciones que se hicieron precisamente del "espíritu de Ermua". El Gobierno del Partido Popular quiso entender aquellas movilizaciones plurales como un cierre de filas del país detrás de él; es decir, quiso capitalizar una reacción generalizada, que no atendía a criterios partidarios sino que respondía a una afrenta a la sensibilidad moral de los ciudadanos, y convertirla en un plebiscito. Ello provocó la reacción inmediata de los nacionalistas vascos, que no dudaron en romper las consignas unitarias y retomar la estrategia de reconstrucción de una mayoría nacional, en la que las gentes de HB y ETA no serían más que las ovejas descarriadas cuyo retorno al redil, a la casa del padre, origina el mayor de los goces en la familia. El PP y el PSOE esperan que las elecciones vascas de octubre castiguen al nacionalismo vasco. A esta lógica ha querido apuntarse Nicolás Redondo Terreros con su oportunista decisión de romper el pacto de gobierno con el PNV a pocos meses de las elecciones. Sin embargo, cualquier política sensata sobre Euskadi debe tener presente que difícilmente habrá una solución al problema vasco que no pase por un papel central del PNV. ETA ha visto la rentabilidad de su estrategia de enfrentamiento frontal con el partido que gobierna en España. La liquidación de hecho del pacto de Ajuria Enea y la división creciente entre los partidos demócratas es un éxito de su estrategia. Que en el Parlamento vasco se haya visualizado varias veces una futura mayoría abertzale juega a favor de su lógica de agudización de las contradicciones. Si el problema de Euskadi está en una sociedad insuficientemente integrada, trasladar las divisiones sociales de forma mimética al Parlamento sólo puede agravar la situación política. El uso que la clase política ha hecho del "espíritu de Ermua" es ilustrativo del problema de la participación política al que se refieren las palabras de Bobbio que encabezan este artículo. Hay miedo a la participación ciudadana en la democracia. El argumento de Tocqueville de que la democracia es aburrida es utilizado por políticos, por periodistas y por intelectuales para cantar las alabanzas de una sociedad de la indiferencia, en la que los ciudadanos van a la suya, contemplan a distancia, entre el escepticismo y el cinismo, la acción del complejo político-mediático y se limitan a ir a votar cada cuatro años. La indiferencia no hace cultura democrática. Sólo puede conducir a comportamientos predemocráticos; la sumisión acrítica o la reacción sentimental. El "espíritu de Ermua" responde a esta realidad. Los ciudadanos salieron a la calle por la indignación en caliente ante unos hechos. No podía tener continuidad, decían los propios políticos, porque no se puede estar sacando a la gente a la calle cada vez que matan a alguien, y es verdad, porque las marchas blancas se convierten con suma facilidad en marchas negras. Pero también es verdad que no se puede reducir la participación política ciudadana al sobresalto de una manifestación y al papel del elector cada cuatro años. Por esta vía se alcanza rápidamente el despotismo democrático. La política que se practica en relación con el País Vasco es una política fundada en la consigna y en la explotación de los buenos sentimientos de la ciudadanía. Una política en la que casi todas las cuestiones fundamentales son tabúes: desde la crítica del nacionalismo (sistemáticamente descalificada por el bando opuesto) hasta la cuestión de la violencia (todo lo que no sea condenarla, venga de donde venga, queda fuera de lo que se puede decir). Si el "espíritu de Ermua" es la expresión de que una amplísima mayoría de ciudadanos está contra ETA, no hacía falta llegar a él para alcanzar esta conclusión. Sería por tanto irrelevante. Si significa el deseo de los ciudadanos de que una mayoría plural democrática avance hacia la solución del problema vasco, discutiendo entre ellos abiertamente todos los factores de la cuestión vasca, pero sin conceder a los terroristas un ápice de legitimidad y elaborando propuestas para que la sociedad vasca avance en integración social y en convivencia democrática, un año después la regresión ha sido importante. En Euskadi no se dan las condiciones de una democracia plena, desde el momento en que se corre riesgo de perder la vida por tener determinadas opciones políticas, y las vigilias electorales han revelado de modo inequívoco cómo los partidos políticos tratan de capitalizar el problema de la violencia sin reparar en gastos, dejando en ridículo las consignas unitarias que no cesan de pronunciar. El problema es que la violencia en Euskadi está resultando útil a demasiada gente. Si en algún lugar el "espíritu de Ermua" ha tenido relevancia limitada ha sido en Cataluña. Se agotó casi el mismo día de la manifestación. Es muy compleja la relación sentimental y política de Cataluña con el País Vasco. El rechazo a la violencia del nacionalismo catalán no excluye una cierta sensibilidad por lo nacionalista que invita a mirar con prevención los movimientos de los partidos de ámbito español en el País Vasco. El triángulo política española-política vasca-política catalana ha estado siempre lleno de recelos. La sospecha, incluso manifestada imprudentemente un día por el propio presidente Pujol, de los beneficios que el País Vasco obtiene de la presión de los violentos se completa con la vieja sensación de que, pese a todo, Madrid ha sintonizado siempre mayormente con los vascos que con los catalanes. Y en este confuso triángulo, el catalanismo, cumplido el ritual de la condena de la violencia, ha tendido siempre a practicar cierto abstencionismo de la cuestión vasca. Por eso sorprendió la magnitud de la manifestación de hace un año, por eso los más recalcitrantes quisieron ver en ella la mano de cierta quinta columna. Por eso, un año después, el "espíritu de Ermua" aquí queda como un simple recuerdo, como un debate lejano.

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