La izquierda y el 'gobierno' de Europa
El Consejo Europeo de Cardiff, con el que ha culminado la presidencia británica de la Unión Europea (UE), ha puesto de manifiesto que, tras las decisiones de principios de mayo sobre la entrada en vigor de la moneda única, el debate tiende a situarse claramente en quién y con qué ideas va a gobernar el futuro del proyecto comunitario.Hasta hace relativamente poco tiempo la discusión se centraba en saber si iban a poder cumplirse las grandes perspectivas contempladas en el Tratado de Maastricht y, particularmente, si el euro comenzaría a ser una realidad a partir del 1 de enero de 1999 o el proyecto de Unión Económica y Monetaria (UEM) sería retrasado o, incluso, aparcado definitivamente.
De hecho no faltaban voces que auguraban ese segundo escenario, cuya materialización hubiera significado, sencillamente, poner en cuestión de viabilidad el proceso de construcción europea cuando precisamente el fenómeno de la mundialización, con sus tendencias positivas y negativas, lo hace más necesario que nunca.
Pero, bien al contrario, en el marco de un ciclo de crecimiento económico al que ha contribuido, entre otros factores, el saneamiento de las finanzas públicas llevado a cabo por los Estados miembros de la Unión a fin de cumplir los criterios de convergencia establecidos para participar en la última fase de la UEM, sobre la base de un amplísimo consenso político y social, el euro ha echado a andar con 11 países participantes y de manera sólida.
Dejando al lado grandilocuencias innecesarias, pero sin minimizar los acontecimientos, se puede afirmar que en estos momentos la UE está en condiciones óptimas para protagonizar un nuevo impulso histórico sólo comparable a la creación, hace más de cuatro décadas, de las Comunidades Europeas.
Repasemos la agenda que la Unión tiene por delante: el inicio de la moneda única, la ampliación al Este, una nueva reforma institucional inmediatamente después de terminada la ratificación en los legislativos nacionales del Tratado de Amsterdam, como elementos principales. Hablamos de factores que entrañan extraordinarias potencialidades y también importantes retos.
El euro constituirá un elemento esencial de expansión económica, generación de riqueza, creación de empleo y fortalecimiento de la posición internacional de la Unión. Pero también puede representar, en tanto que decisión eminentemente política, un acicate para desarrollo en todos los ámbitos y a cualquier nivel de la integración europea.
La ampliación, que es tanto un deber moral como una oportunidad histórica, soldará la reunificación del continente y aumentará en una cantidad sustantiva el número de países y habitantes de la Unión, incrementando también sus capacidades económicas.
Finalmente, una nueva revisión institucional del tratado abrirá la puerta a alcanzar una verdadera unión política en la que el llamado -quizá impropiamente- "déficit democrático" sea al menos reducido sustancialmente y con la que se dé vida a una auténtica ciudadanía europea.
Para que ese nuevo impulso histórico sea una realidad, es preciso que la opinión pública demande a los Gobiernos de los socios comunitarios voluntad política y capacidad de decisión para dar los pasos necesarios. Porque es ahí donde surge el interrogante: ¿serán capaces los Ejecutivos nacionales de no caer en el impasse e introducir a la UE en el camino de convertirse en una federación de naciones y ciudadanos desde la que solucionar los grandes problemas de fin de siglo en un mundo cada vez más interdependiente?
La carta remitida por Helmut Kohl y Jacques Chirac a sus colegas del Consejo Europeo antes de su reunión en Cardiff alimenta serias dudas en esa dirección.
Muchos la han interpretado como un gesto preelectoral del canciller alemán, apoyado en el presidente francés, de cara a remontar puntos en los sondeos con la vista puesta en los comicios del próximo mes de septiembre. Y seguro que ésa es una de las razones que han animado la iniciativa bilateral. Pero, probablemente, no sea ni la única ni la más importante.
Nos atrevemos a adelantar una hipótesis que trata de encontrar una explicación más de fondo: el sesgo renacionalizador y la interpretación restrictiva del concepto de subsidiariedad contenido en la misiva no responden sólo a un intento de justificar una menor aportación nacional al presupuesto comunitario en el futuro, cuestionando, por ejemplo, la política de cohesión y sus instrumentos, sino que puede significar el inicio de una reflexión en el seno de la derecha europea no precisamente favorable a la profundización del proyecto comunitario.
No sería extraño que algunos sectores conservadores comenzaran a pensar y a plantear que el euro debe ser considerado un techo en el desarrollo de la Unión, no un paso que debe abocar a evoluciones posteriores.
Estos mismos círculos, en esa lógica, no estarían dispuestos a comprometer su apoyo en la construcción de una Europa social, en la coordinación de las políticas económicas nacionales más allá del Consejo Euro11, en la armonización fiscal, en el aumento de recursos propios para consolidar y desarrollar nuevas políticas e instrumentos de creación de empleo y cohesión económica y social, de influencia de lo público y, al fin y al cabo, de maximización de la utilidad de la moneda única.
Tampoco coincidirían con ligar ampliación y profundización, inclinándose por que el ingreso de los países de Europa central y oriental deje a la UE como una zona perfeccionada de libre cambio (insertada a su vez en otras mayores, como ha pretendido el comisario Leon Brittan con su fallida propuesta de mercado transatlántico).
Y, finalmente, estas corrientes no estarían dispuestas a apostar una reforma institucional que fuera más allá de la fijación de nuevos mecanismos de toma de decisión en el seno del Consejo o en la composición de la Comisión Europea y creara, por ejemplo, una auténtica Política Exterior y de Seguridad Común desde la que afrontar, en cooperación con la Alianza Atlántica y con garantías de éxito, crisis como la que está teniendo lugar en Kosovo.
Si ésa parece ser la línea de pensamiento en la derecha europea, es imprescindible que la izquierda europea sea capaz de mantener un discurso contrapuesto que propugne una perspectiva diferente, empeñada en ir, con el euro, mucho más allá en el proceso de construcción europea.
De hecho, el centro-izquierda, que gobierna en estos momentos en la mayoría de los Estados miembros y puede ampliar a corto plazo esa correlación -empezando por Alemania-, está en condiciones inmejorables para hacerlo, marcándose un objetivo políticamente correcto: gobernar el nuevo impulso europeo que va a generar la moneda única.
Para que eso sea posible harían falta, por lo menos, dos premisas. Una, que la izquierda no caiga en la tentación de competir con la derecha, tácticamente, en un terreno de juego de componente "nacionalista" que le es por definición ajeno; Schröder, por ejemplo, se equivocaría si trata de arrancar a Kohl la bandera del "cheque alemán". Otra, relacionada con la anterior, que lo haga con propuestas novedosas, convergentes y que, desde la pluralidad, aglutinen a los más amplios sectores políticos y sociales de progreso.
A la vuelta de la esquina se presentarán dos oportunidades para que la izquierda le eche el pulso a la derecha: la discusión sobre la Agenda 2000 y las elecciones al Parlamento Europeo del próximo 13 de junio.
La cumbre de Cardiff ha aplazado a un Consejo informal en octubre el debate sobre el "modelo europeo", y a un Consejo Extraordinario en marzo de 1999 las decisiones en torno a la Agenda2000. Hasta entonces y aunque no sea sencillo, la izquierda debería esforzarse por avanzar propuestas favorables a la profundización política -sosteniendo, por poner un caso, el método de reforma institucional propuesto por el Parlamento Europeo (PE)- y por consolidar posturas comunes que garanticen una financiación suficiente y equilibrada para afrontar retos como el de la ampliación y consolidar y desarrollar políticas tan incuestionables como la de cohesión económica y social, que es un fundamento de la misma construcción europea.
Ésa será, por otra parte, una vía imprescindible para garantizar que países como España salgan bien librados de este debate, pues poco podemos confiar en la gestión del Gobierno de Aznar, visto su creciente aislamiento político europeo (incluido su enfrentamiento con los pocos Gobiernos conservadores en ejercicio) y comprobada su incapacidad para elaborar estrategias inteligentes alejadas de las amenazas de veto y las ministras manifestantes incapaces de lograr buenos resultados en asuntos tan claves con la reforma de la OCM del aceite de oliva. Probablemente, las dificultades para la gestión europea del PP irán creciendo con el paso de los meses y previsiblemente serán todavía mayores en el Consejo de marzo que lo han sido en Cardiff.
En este contexto, los comicios para la Cámara de Estrasburgo adquieren en esta ocasión una relevancia particular: la de que los ciudadanos se pronuncien mayoritariamente a favor de una gestión desde la izquierda de los retos comunitarios, del impulso al que nos referíamos. Los progresistas deberían ser capaces de generar ilusión con motivo de las elecciones europeas, empezando por conseguir que todas las gentes de izquierdas voten en unos comicios que han registrado históricamente elevadísimos índices de abstención.
¿Cómo conseguirlo? Primero, con iniciativas movilizadoras; en ese sentido, sólo cabe apoyar propuestas tan acertadas como la promovida por la Fundación Notre Europe, que encabeza Jacques Delors, en torno a nominación del próximo presidente de la Comisión Europea en relación a las elecciones de 1999. Segundo, a través de candidaturas electorales compartidas por los sectores de la izquierda europeísta, cada uno con su propio peso y todos con una propuesta política común; creemos que en España ésta es una alternativa que podría y debería hacerse realidad. Entre otras razones porque de la capacidad de la izquierda para gobernar este momento depende probablemente el futuro de la construcción europea.
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