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Crítica:TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un mal montaje de un genio

Peter Brook es, sin duda, un genio. Pero esa misma condición de genio le puede jugar a veces malas pasadas. Puede hacer que el público espere más de lo que Brook quiere dar. Hacer que, ante la simple mención de su nombre, empecemos a insalivar como los perros de Pavlov y esperemos un manjar tan exquisito como imposible. A priori, Je suis un phénomène, tal como se contaba en los numerosos artículos que desde el estreno de la pieza en el Théâtre dels Bouffes du Nord han precedido en todos los diarios a la llegada del montaje a Barcelona, era infinitamente más interesante, más sugestivo de lo que se pudo ver en el Mercat de les Flors.

¿Por qué? Sencillamente, porque la obra muestra todo lo que ya sabíamos y porque la emoción y la pasión la lograban mejor los periodistas hablando de la obra que el propio Peter Brook y sus (no todos espléndidos) actores en un montaje de un esteticismo bastante gratuito. También puede ser que, el del hombre que no podía olvidar, sea un tema en el fondo más periodístico que teatral.

Je suis un phénoméne

Museo Nacional de Ciencias Naturales. José Gutiérrez Abascal, 2; metro República Argentina. Martes a viernes, de 10 a 18.00; sábados de 10 a 20.00; domingos de 10 a 14.30. Adultos 350 pesetas; niños y grupos 150.

De Marie-Héléne Estienne y Peter Brook

Dirección: Peter Brook. Intérpretes: Maurice Bénichou, Geneviéve Mnich, Bruce Myers, Sotigui Kouyaté, Pierre Bénichou y Natacha Maratrat. Iluminación: Philippe Vialatte. Imágenes: Mihael Lubtchanski. Festival Grec 98. Mercat de les Flors. Barcelona, 29 de junio.

Je suis un phénomène cuenta, efectivamente, la historia real de Solomon Veniaminovich Cherechevski, estudiada por el famoso neuropsicólogo ruso Alexandr Romanóvitch Luria. Es la historia de un hombre de una memoria tan extraordinaria que es incapaz olvidar hasta el punto de que los recuerdos gratuitos, irrelevantes, absurdos, llegan a interferir seriamente en su vida cotidiana, en sus emociones.

No poder olvidar es, en un siglo tan monstruoso como el que aún transitamos, un verdadero drama y aún más si esta imposibilidad de olvido se vive desde la Rusia soviética, desde su constitución y su fracaso.

Exámenes psicológicos

La obra escrita por Marie Hélène Estienne y Peter Brook a partir del libro de Luria es, sin embargo, un mero recuento de los exámenes psicológicos a los que el tal Salomon es sometido desde la década de los veinte. Exámenes que se repiten escénicamente en una estructura circular que no avanza ni a empujones y en los que el contexto histórico e ideológico apenas parece interesar.

Que el protagonista Solomon y el famoso Luria (muertos ambos cuando la URSS aún se sostenía firme sobre sus pies de barro) representen que, en la obra, se encuentran en Estados Unidos no lleva, de hecho, a conclusión alguna y es, como mucho, una alusión a algo mal definido, inconcreto, que tal vez ni el propio Peter Brook sepa qué es (¿o sólo es una pura licencia cinematográfica en un texto que nació como guión?)

A Estienne y Brook sólo les interesa, aunque digan lo contrario, el fenómeno circense. Es una manera de presentar, humana y emotivamente, a un nuevo hombre elefante. Su drama no sirve como puerta de entrada al universo fascinante de la memoria, sino que se cierra sobre sí mismo.

Y si el texto embarranca en la ausencia de un objetivo claro, la puesta en escena lo hace en un preciosismo plástico amanerado y blando que nos muestra, seguramente, lo peor, lo más ñoño y descafeinado, de Peter Brook. Todo es delicadísimo, las luces cambian según lo exige la progresión narrativa, pero todo es tan artificioso, tan previsible que, a veces, es casi ridículo.

Los tres monitores de televisión al fondo de la escena representando el pensamiento de Solomon tienen apenas un valor ilustrativo. Sirven, en el mejor de los casos, para dar una representación visual de la sinestesia, esa cualidad que lleva a traducir los sonidos y otras sensaciones en imágenes. Y también para comprender cuáles eran los fabulosos mecanismos nemotécnicos de este hombre de feria.

Sin embargo, la mayoría de las veces, la imagen de vídeo es innecesaria porque es una reiteración. No puede apoyar acción dramática alguna porque tal acción dramática no existe. No se adentra en emoción alguna porque tampoco existen emociones.

Lo mejor del montaje son algunos de los actores y, especialmente, el protagonista, ese Maurice Bénichou que encarna al pobre Salomon Cherechevski.

Magnífico Bénichou

Bénichou está magnífico en su desconcierto: el de saberse súbitamente poseedor de una capacidad que te convierte en un fenómeno. Por su parte, Geneviève Mnich (la esposa y otros papeles) y Bruce Myers (el profesor Alexandr Romanóvitch Luria) están simplemente en su sitio, con escaso lucimiento porque interpretan personajes fragmentarios.

Sotigui Kouyaté, actor etíope de apariencia fascinante, dejando a su paso una estela de secundarios, está sencillamente mal, como lo están también los jóvenes Pierre Bénichou y Natacha Maratrat en sus papelillos ínfimos. En definitiva, un montaje que no está a la altura de las expectativas. Incluso un mal montaje (aunque, eso sí, de un genio).

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