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En la encrucijada

JAVIER UGARTE Una fractura de rara gravedad planea sobre todos nosotros. Mientras ETA hurga en la herida asesinando al concejal Manuel Zamarreño, arraiga y se ahonda el abismo que entre nosotros separa a la ciudadanía de quienes deben ejercer el liderazgo social -políticos, sí, pero también sindicalistas, líderes de opinión y otros-. El asesinato del concejal de Rentería ha sido un acto de vileza sobre la propia vileza, una acción que evidencia la sádica crueldad de los desolladores. Ha golpeado con brutalidad las conciencias de cada uno de nosotros: el hastío, la rabia contenida se reproduce y amplifica en la esfera personal, en el círculo privado. Pero ese estado de opinión, que se plasmó en las manifestaciones de hace ahora casi un año, adquiere, en la medida en que carece de cauces de expresión, tonos impredecibles hoy. Tal vez el abatimiento se esté apoderando del cuerpo social, o tal vez domine la irritación que preludia nuevos estallidos de ira. De momento, miro a mi alrededor y veo que la vida transcurre sin aspavientos, tal como venía ocurriendo hasta hoy. La gente -todos nosotros- se levanta cada mañana y arrastra su pena hasta el trabajo con el único consuelo de unas vacaciones ya próximas. En la semana las calles se vacían para ver a la selección sucumbir ganando en los Mundiales de Francia; Clemente está hoy en boca de todo el mundo. En las bibliotecas se amontonan los chavales y jóvenes en torno al rito opresivo del examen de junio. Sus padres sufren con ellos, y, en la barra de algún bar se oye alguna queja sobre el negro futuro de paro que les espera. Los coches pasan monótonamente por las calles mientras no imaginan el embotellamiento en que se verán atrapados el fin de semana. Todo muy normal; exasperantemente normal tal vez. Frente a eso, la vida política (toda ella: desde los políticos a los líderes de opinión) vive en estado de permanente ebullición a base de una retórica bronca, áspera e intransigente. El escenario está adornado por descalificaciones, afirmaciones estridentes, estrategias oportunistas o envites que muestran la ausencia de diálogo. Si en democracia la simple tolerancia entre contrarios no es un valor en sí mismo, si para legitimarse necesita ir abordando y solucionando los problemas de la ciudadanía, nosotros nos encontramos en esa fase previa de la intolerancia y la recusación del otro. Por supuesto, aparte del "ir tirando", nadie ve actuaciones eficaces en el amplio abanico de temas que nos preocupan (incluyendo la propia violencia). Tampoco propuestas positivas en este tiempo preelectoral en el que vivimos. Tan degradado está el clima, que, contra lo que era costumbre, no se ha guardado ni el luto debido ante el cadáver del concejal: el mismo día del asesinato los líderes políticos se imprecaban mutuamente en los medios de comunicación. Así las cosas, sólo el 13% de la ciudadanía (según una encuesta reciente) considera buena la actual situación política vasca. Una sociedad carente de liderazgo y amenazada por la infamia puede sentirse huérfana y tentada por reacciones imprevisibles. En 1923, tiempo también de lémures, Ortega escribía que "muchas gentes comenzaban a sentir la penosa impresión de ver su existencia invadida por el caos". El caos puede preceder a la creación, pero es más frecuente que tenga efectos perversos. Sin horizonte político, la ciudadanía puede verse tentada por el abatimiento y la abstención. O se puede transferir la intransigencia de la política a la propia sociedad, provocando fracturas hoy inexistentes. Confusión, río revuelto en el que la infamia, y sólo ella, puede pescar. Por paradójico que parezca sólo la política puede redimirse a sí misma: articular la solidaridad con las víctimas, lograr y visualizar de algún modo su unidad frente al terrorismo, sacar el tema del debate público; sólo así puede lograr volver a sintonizar con la ciudadanía. No será suficiente, pero es necesario que así se haga.

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