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Veinte años es mucho

O es poco. La letra del tango menosprecia la cifra, como se hace con los decimales en las grandes sumas; 20 años no es nada. Dejando a un lado la falta de concordancia y de respeto que se propina a la persona del tiempo verbal, el cómputo ha dejado de tener el antiguo significado. Para la primera y las subsiguientes juventudes, los años pasan despacio, la vida se recrea y demora en los capítulos iniciales. El curso, para el estudiante, resulta interminable; el tramo entre dos citas amorosas -al menos en mi época- infinito y apenas tienen estricto sentido las letras de cambio, a 30, 60 y 90 días, si es que se sigue utilizando ese amenazador cómputo.Ha cambiado también la edad de las ciudades. Para un ausente de Madrid, su aspecto sufre variaciones más radicales que en los individuos, tras una corta temporada. Ciertamente se procura, con éxito en muchos barrios, aplicar la cirugía estética de las restauraciones, la iluminación vespertina, el acicalamiento de las fachadas en los primitivos distritos.

Sin embargo, igual que ocurre en otras latitudes, al crecer desmesuradamente, la metrópoli se resiente de gigantismo, que hace de las nuevas parroquias un remedo o repetición de las que encontramos en otros lugares. Cambian las referencias topográficas y comerciales: donde había un estanco hay un bar de copas semiclandestino, brotan las fuentes públicas con encomiable tozudez, en detrimento, a veces, de los árboles que festonearon las aceras, y demás.

El sentimiento de los madrileños y el resto de los habitantes por la villa es contradictorio. Existe el soterrado y sobreentendido orgullo, compartido con una acerba opinión crítica, que impulsa a vilipendiarlo injustamente, extremo opuesto a la cazurra glorificación. Una expresión ha quedado indeleble en mi memoria, pronunciada por un chófer, castizo y barriobajero, al pedirle su empleador que detuviese el automóvil en el puente de la Concordia, en París, cierta madrugada, cuando era posible parar allí. A un lado, la plaza del Obelisco; detrás, el palacio del Louvre; a la izquierda, la Asamblea, y enfrente, los Campos Elíseos y su ilimitada perspectiva, que desborda el Arco del Triunfo. Los viajeros se restauraron con la impresionante belleza urbana y quisieron hacer partícipe al conductor. Echó un apreciativo vistazo, se rascó el cuero cabelludo bajo la gorra y dijo condescendientemente: "Muy bonito, pero andesté Madrí". Podemos considerarnos moderadamente orgullosos de esta ciudad que, sin duda, será muy hermosa cuando se termine.

No es necesaria la ausencia prolongada para sentir el aguijón que alerta los recuerdos del emigrante o el desterrado. Muchos de nosotros nos exiliamos voluntariamente en nuestro mismo barrio y quizás, cosas de la edad, tendemos a construir un espacio vital restringido, del que cuesta salir. Para muchos, 20 años no son nada o muy poco al echar la vista atrás, porque el concepto del tiempo se ha modificado. Si volamos en cinco horas a Nueva York, o alcanzamos Sevilla, con el AVE o el Talgo, en tres y media, eso no ocurría, ciertamente, hace un cuarto de siglo.

Incluso nosotros, los vecinos, especialmente los del sexo femenino a quienes la dietética, el ejercicio y las circunstancias entre las que se desenvuelven producen una precoz llegada al desarrollo físico y, sorprendentemente, un gozoso estancamiento de la juventud, con mayor beneficio que usura. Es buena gimnasia echar la vista atrás, con cierto humor, y recordar, con poca pena, los perdidos usos y costumbres. ¿Cómo entender, sin una sonrisa, el uso de las ligas, horribles y antiestéticas ligas, que mantenían sin arrugas el calcetín? Bien es cierto que en la actualidad los fabricantes están completamente despreocupados acerca de este asunto. Un jovencito ciudadano de 18 años llevaba sombrero de fieltro en los años cuarenta, y la mujer aún se debatía con la faja, heredera del atormentador corsé, y ocupaba parte de su tiempo cogiendo puntos a las medias, cuya práctica desaparición, con la del liguero, muchos lamentan estética y eróticamente. La verdad, como suele ocurrir, el tango tenía razón: 20 años no es nada. Claro que también son muchos.

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