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Los arquitectos se movilizanJOSEP MARIA MONTANER

En poco tiempo, diversos grupos de arquitectos se están movilizando para aclarar y defender su visión de la arquitectura dentro de la sociedad actual. Desde mediados de mayo circula por medios restringidos el borrador de un Manifest del maig del 98, que se ha convertido en el manifiesto En defensa de l""arquitectura", preparado por una veintena de arquitectos barceloneses, una buena parte de los más prestigiosos, más premiados y con más publicaciones sobre su obra. El objetivo de los promotores del manifiesto es que el 30 de junio, cuando se inaugure en Barcelona la exposición de la IV Bienal de Arquitectura Española, se inicie un gran debate. El manifiesto es duro y radical, con una serie de denuncias y reivindicaciones que se centran en la crisis de la arquitectura que en Cataluña ya fue motivo de polémica hace poco más de un año. La pérdida de calidad podría responder, entre otros factores, a la presión negativa de las leyes administrativas del Estado por lo que respecta a contratos y concursos, a un cierto conformismo dentro de la misma profesión y a un contexto productivo cada vez más neoliberal, competitivo y productivista. Dichos arquitectos consideran la situación muy grave y denuncian la inadecuada respuesta política y legislativa, la cada vez más regresiva regulación de la política urbanística, el desprecio institucional hacia la arquitectura de calidad, la ineficacia de la Administración y el exceso de obligaciones contractuales que recaen sobre los arquitectos. Todo ello se considera que va en detrimento de la colectividad, en la medida que las obras pierden calidad y se debilita el sentido social y progresista de la arquitectura. Al mismo tiempo, una serie de jóvenes arquitectos barceloneses se han coordinado para plantear a Ferran Mascarell la conveniencia de que la arquitectura, olvidada en el Plan Estratégico del Sector Cultural de la Ciudad, sea tenida en cuenta. Es muy sintomática la distancia que va desde la elaboración de la propuesta de Barcelona 2001, ciudad europea de la cultura en 1994, otorgando mucha relevancia al diseño y a la arquitectura, hasta la actualidad, en que habían sido olvidados del plan estratégico de cultura. La iniciativa de los jóvenes arquitectos ha sido bien recibida y se ha decidido crear un grupo de trabajo de arquitectura. La visión de estos jóvenes arquitectos, que participan tanto del mundo de la construcción como del de la promoción cultural, es distinta de la de los firmantes del manifiesto. El análisis que se hace de esta situación de transformación y crisis no es esencialmente negativo, ya que se considera que las nuevas condiciones en las tecnologías de la comunicación y del proyecto son una gran ayuda para plantear unas nuevas coordenadas para el trabajo del arquitecto como profesional e intelectual. Tanto unos como otros tienen sus razones, y es lógico que estos movimientos reivindicativos empiecen en Barcelona y, previsiblemente, se extiendan por todo el país. Por ejemplo, 116 arquitectos de Mallorca acaban de presentar un manifiesto denominado A favor de Palma, en contra de los concursos urbanísticos de empresas en los que se prima más la rentabilidad económica que las ideas. Aparte de los citados problemas administrativos generados por la reglamentación estatal, en Barcelona se produce una situación paradójica. Por su prestigio, la ciudad se ha convertido en un mito y un modelo, en un parque temático dentro del cual la arquitectura y el urbanismo son sus mayores capitales. Pero los autores de las obras de la época olímpica tienen la sensación de que han pasado a formar parte de este parque temático, que son ya viejas glorias que explican sus hazañas recientes y que tienen el futuro atado por presiones administrativas y por voluntades políticas que infravaloran la calidad y la ambición de hace pocos años. En esta situación es caricaturesca la posición de algunos intelectuales y columnistas que aprovechan toda ocasión para engrosar el tópico de la megalomanía de los arquitectos, de sus ansias de ser artistas geniales, de dilapidar el dinero público y de construir mausoleos a su persona. Es curioso que estos intelectuales que fomentan la desconfianza hacia los arquitectos sean tan miopes que no comprendan que uno de los valores más importantes de la Cataluña contemporánea es su arquitectura, desde Antoni Gaudí y el modernismo hasta las obras de la Barcelona democrática. Aunque también es cierto que la actitud de una minoría de arquitectos vedette, que hacen anuncios o que nos enseñan su casa casi cada semana en las revistas y los periódicos, potencia una imagen de frivolidad y divismo que engrosa el tópico de la impopularidad de los arquitectos. En este sentido es importante tener en cuenta la nueva concepción del arquitecto que proponen los jóvenes citados, superando viejos personalismos y divismos, y asumiendo que vivimos inmersos en el mundo de las interconexiones en el ciberespacio y en la escala de la aldea global. Volviendo al manifiesto En defensa de la arquitectura, lo que más destaca es el papel específico que se exige a la Administración. Por una parte, que suavice sus presiones burocráticas y legalistas sin sentido en una normativa totalmente adversa a la calidad y, por otra parte, que sea intervencionista con unas leyes de edificación que promocionen la arquitectura de calidad. Ciertamente, es difícil que buena parte de las actuales administraciones estatal y autonómica sea capaz de plantearse una visión tan refinada, culta y anticipatoria como la que le reclaman sus arquitectos. Más bien parece que los autores del manifiesto se refieren a la situación casi ideal e irrepetible que se dio en Barcelona durante los primeros años de la democracia y la aventura de los Juegos Olímpicos. Pero difícilmente Barcelona volverá a ser la ciudad de los arquitectos como lo fue en los años ochenta y aún más difícilmente aquel modelo Barcelona va a extenderse a otros contextos y escalas. Posiblemente se trata de buscar nuevas maneras de practicar la arquitectura como actividad cultural y técnica. En las dos últimas décadas, las arquitecturas catalana y española se han convertido en modelo para muchos países, después de la miseria de la época franquista y de la barbaridad del desarrollismo. Pero la situación de los años ochenta y principios de los noventa, enmarcada en unas políticas de promoción pública, en una condición aún artesanal de los arquitectos y en un ambiente de creatividad y experimentación, se ha transformado totalmente. De cómo se vehicula y legisla dicha transformación depende que esta calidad se acabe diluyendo o que se extienda más allá de Barcelona y Madrid. En pocos años, no sólo la arquitectura española se ha modernizado y cualificado, sino que en un breve periodo se están transformando radicalmente los métodos de diseño, los sistemas de contratación y las técnicas de construcción; también los tipos de problemas han cambiado, asumiendo situaciones periféricas, escalas territoriales y condicionantes del medio ambiente. En definitiva, lo que está en juego es mucho más de lo que parece. No se trata tan sólo de la necesaria crisis de transformación de un viejo oficio que debe medirse tanto con los nuevos medios conceptuales, tecnológicos y legales como con la más despiadada lógica del mercado y con las derivaciones absurdas del Estado burocrático, sino que también está en juego la calidad de vida en las ciudades y las ambiciones de experimentación y renovación de los espacios habitados. De la adecuada evolución de esta situación depende que en esta profesión y actividad cultural no se impongan exclusivamente los más poderosos, mercantilistas y profesionalistas, sino que siga habiendo espacio para los arquitectos de más calidad y cultura, y para los más innovadores e imaginativos. En cualquier caso, se abre ahora un debate vital.

Josep Maria Montaner es arquitecto.

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