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La guerra número 150 de los miskitos

Un grupo olvidado de indígenas al norte de Nicaragua desafía al Gobierno por el hambre y sus reivindicaciones históricas

No aparecen en los teletipos ni comparten espacio televisivo con el Mundial de fútbol. Es más, ni siquiera figuran entre las etnias indígenas en peligro de extinción. Quizá por eso han decidido empuñar las armas que tantas veces la historia puso en sus manos. Los indios miskitos de Nicaragua (unos 300.000) ocupan el norte del país, en la costa atlántica. Allí malviven, en la indefinición de la frontera y aislados del resto del país. Ahora, unos 1.200 hombres tratan de llamar la atención del Gobierno sobre su situación. «Como siempre, en este país, sólo te hacen caso cuando uno se lía a balazos», sentencia uno de ellos.Los indígenas miskitos saben lo que es la guerra. Su nación, la Moskitia, dejó de pertenecerles hace mucho tiempo. Tras la colonización española y la británica, ahora siguen sintiendo que no son dueños de sus destinos. Pertenecen a Nicaragua desde 1894, pero no se sienten parte de ella. Llaman a los nicaragüenses que vienen de la costa del Pacífico pañas (diminutivo de españoles), hablan miskito y apenas se defienden en castellano.

En la franja norte de la costa atlántica, la presencia de las instituciones del Estado es mínima y la pobreza alcanza el máximo. Allí, los ancianos recuperan la memoria de su pueblo y cuentan hasta 149 conflictos bélicos. La última vez que los miskitos sacaron el cargador de su fusil fue en 1990. Habían luchado durante ocho años contra el sandinismo y los acuerdos de paz les prometían una desmovilización beneficiosa, que traería la demarcación territorial de la nación miskita y un Gobierno autónomo para la Costa Atlántica.

Ocho años después, los mismos ancianos tratan de evitar la guerra número 150. No va a ser una tarea sencilla. Más de mil hombres han tomado las armas y se han concentrado en al menos diez grupos que operan a lo largo y ancho del río Coco (fronterizo con Honduras) y en las comunidades que salpican los pinares que separan Waspam de Puerto Cabezas, esa ciudad que los miskitos no conocen; para ellos, la capital de la Región Autónoma del Atlántico Norte (RAAN) se llama Bilwi, lugar de culebras.

«Morir por nuestras demandas no es nada para nosotros. Tenemos que llegar a la meta y ya no tenemos paciencia». Chief es uno de los comandantes a cargo de las tropas de las Fuerzas Armadas Indígenas acantonadas en la comunidad de Koom, a unos 30 kilómetros al noreste de Waspam. Habla con dificultad español. Lo justo para describir la fortaleza de sus convicciones y para dejar entrever la debilidad de sus conocimientos políticos.

En Koom hay 370 rearmados. Todos ellos fueron miembros de la Contra. Hoy comen a malas penas con la ayuda de religiosos y se sienten acosados por el Ejército tras los sucesos de Bihmuna, comunidad en donde secuestraron a siete militares, que mantuvieron retenidos una semana a mitad de mayo. Chief habla de «un odio que tienen los militares contra los excombatientes de la resistencia». Para los indígenas, el Ejército no es nacional. El Ejército Popular Sandinista, contra el que lucharon durante la revolución, todavía proyecta su sombra.

Este grupo mantiene el control sobre la zona, pero sus armas se ven gastadas y el enfrentamiento en Bihmuna con el Ejército acabó con buena parte de su reserva de municiones.

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«Ahora hay un grupo en misión», explica el comandante Florentino Padilla, Tigre Negro, «están abriendo tres buzones que tenemos en la montaña; por las armas no hay problema». Cuando se visita a estos hombres, la pregunta imprescindible es: ¿qué van a hacer a partir de ahora? La respuesta es contundente: si el resultado de las negociaciones con el Gobierno no les satisface pasarán al ataque selectivo de objetivos militares y económicos. Para entonces esperan tener cerrada una alianza con otros grupos armados que operan en la región.

«Eso no lo vamos a poner en la mesa de negociación, sabemos que ahora no lo comprenderían, pero no podemos permitir que siga estando aquí un Ejército que nos odia». Tigre Negro es consciente de los límites de una negociación de estas características y ni los armados ni los ancianos hablan de independencia. «Eso es una manipulación que se hace desde el Gobierno; nosotros sabemos que no estamos preparados para una Moskitia independiente», explica Nikodemus.

Las negociaciones con el Gobierno están siendo complicadas. A pesar de las divisiones que parecen aflorar entre los indígenas, la comunidad apoya visiblemente a los armados. En el pueblo de San Jerónimo (1.200 habitantes), los argumentos sobran. La sequía y un fuerte incendio en mayo arruinaron la cosecha; una epidemia ha acabado con 3.000 gallinas y ataca ya a las reses; las clases se han suspendido porque los niños son incapaces de pensar en aprender con el estómago vacío y el enfermero vaticina muertes por hambruna que no podrá contrarrestar con las 120 pastillas de paracetamol que le asignan cada dos meses. Un miembro del Consejo de Ancianos local concluye la plática: «Estos jóvenes (los armados) son nuestra esperanza; ellos deben recuperar lo que históricamente fue nuestro, la tierra que nos dará de comer».

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