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El gesto amable y la caricia que curan

El médico Joaquín Sanz Gadea, premio Pricipe de Asturias de la Concordia, vive en un rincón de África ayudando a los necesitados

"¿Qué hago cuando no tengo con qué curar? Acariciar. Una buena caricia y un gesto amable también pueden curar". Me lo decía Joaquín Sanz Gadea un atardecer del estío africano, sentados en la terraza de su casa en Matadi, mientras al otro lado de las montañas se levantaba un vaho amarillento desde el largo estuario del río Congo. Gadea tenía una mirada melancólica, como si se sintiera alejado de sí mismo. Llevaba más de treinta años en ese inmenso país que es la República del Congo (antes Zaire), más de treinta años oculto en los poblados y ciudades de la selva y el río, dedicado a esa hermosa y anónima tarea que es curar a quienes no tienen apenas esperanza en uno de los territorios más miserables de la Tierra. Once veces candidato al Premio Nobel de la Paz y siete al Príncipe de Asturias de la Cooperación Internacional, el pasado año le quitaron el primero de ellos una fundación antiminas personales auspiciada por la desaparecida Lady Di, y el segundo, dos grandes músicos. Gadea, que ha soñado con un galardón que recompense su entrega a los demás, ha logrado al fin su justo premio.Le conocí el pasado verano, cuando viajaba por la región para escribir mi libro Vagabundo en África, después de que me hablara de él uno de los mejores diplomáticos con que cuenta nuestro servicio exterior, José Antonio Bordallo, todavía embajador en el Congo. Pero llegar al lejano rincón donde vive Sanz Gadea no es cosa sencilla. Matadi es una ciudad que fue próspera en los días de la colonización y hoy es un decrépito arrabal que se alza en la margen meridional del gran río Congo, muy cerca ya de su desembocadura en el Atlántico. Matadi tiene su leyenda: allí desembarcó el novelista Joseph Conrad en 1890, cuando inició su periplo congoleño que desembocaría en esa magnífica novela que es El corazón de las tinieblas. En Matadi estuvieron los exploradores Stanley y Brazza.

Pero los años del mobutismo acabaron con la prosperidad de este puerto, convertido ahora en una de las ciudades más decrépitas del Congo. Hay allí una vieja catedral devorada por la humedad del trópico. Y legiones de miserables que intentan ganarse la vida día a día con cualquier suerte de comercio. En los días de la colonia, llegó a tener más de doscientos residentes europeos. Hoy apenas quedan media docena.

Matadi es el último refugio congoleño de Joaquín Sanz Gadea, después de más de treinta años de trabajo humanitario en el país. Vive en una casa prefabricada, sencilla de trazas, funcional y pequeña, en una urbanización de las afueras de la ciudad. Viudo y padre de tres hijos que residen en Madrid, tiene otro hijo mulato de trece años, Alain, un chavalón grande y fuerte que juega al fútbol y es hincha del Real Madrid, cuyos partidos ve gracias a la parabólica de la urbanización.

Gadea se vuelca en la educación de su hijo: todas las noches hace con él los deberes, tras la fatigosa jornada en el hospital que ha construido en la ciudad y donde hace tareas de gerente, médico de cabecera y cirujano. Es la suya una existencia monacal, que tal vez alegra en ocasiones con la visita a misiones cercanas.

Los cuatro días que me hospedó en su casa, Gadea me dejó su dormitorio y compartió con Alain el otro. Me prestó mudas, cuchilla de afeitar y pijama. Animaba a su hijo para que los dos hablásemos en inglés y español. Y cocinó para mí platos tradicionales congoleños, como el saka saka.

En los atardeceres, cuando Sanz Gadea regresaba del hospital que había fundado meses antes, charlábamos sentados en la terraza. Me iba contando, con timidez y melancolía, el relato de su vida. No era un hombre amargado, sino algo entristecido por el olvido de todos, el olvido de un hombre de 67 años dedicado a sus enfermos y a su hijo y necesitado de algún reconocimiento. Me impresionó ese pozo de tristeza, para nada pesimista, sino lúcida, que habitaba en sus ojos y en sus palabras. Creo que a Sanz Gadea sólo puede comprendérsele si uno sabe que es un hombre profundamente religioso.

Nacido en Teruel en 1930, en una familia de cinco hermanos, pasó su infancia en Madrid. Cuando estalló la guerra civil, su padre envió a la madre y los niños a Sacedón (Guadalajara), y en la retina de Sanz Gadea quedaron para siempre aquellos días de furor bélico: "Los caminos de España por los que huíamos estaban llenos de gentes atenazadas por el miedo. Creo que fue aquel cuadro de muertes y desolación lo que despertó mi vocación de ayuda a los demás".

Al concluir la guerra -me contaba en aquellas tardes calurosas de Matadi-, Sanz Gadea decidió estudiar medicina y se graduó en la Universidad de Salamanca. Quería irse al extranjero y se presentó a un examen en la Embajada de EEUU para prolongar estudios en Filadelfia. Pero una tarde leyó una nota en la prensa en la que la Organización Mundial de la Salud solicitaba médicos para el Congo. Era el año 1961, cuando el país africano accedía a la independencia. Y Sanz Gadea pidió la plaza, la logró y se embarcó rumbo a África, no sin antes casarse en una ceremonia urgente con Teresa, su novia madrileña. "No tengo alma de aventurero, lo mío es la entrega a los más necesitados. Y sabía que en el Congo me necesitaban".

La biografía de Sanz Gadea se ligó desde entonces, y para siempre, al gran país centroafricano. Vivió y trabajó en Stanleyville (hoy Kisangani), en Bassoko y en Buta. Fue testigo y casi víctima de la terrible guerra del 64-65, cuando los simbas se alzaron en el este del país y a punto estuvieron de conquistarlo por entero, de no ser por la intervención de los mercenarios de Hoare y Dénart. Conoció a las monjas violadas y asesinadas por los simbas en aquellos días de furor de Stanleyville, fue secuestrado por los hombres de Bob Dénart en un avión que le llevó hasta la antigua Rodesia, y en cuyo trayecto curó las heridas del último jefe mercenario del Congo. Una mañana, un rebelde simba le amenazó de muerte en la puerta de su hospital. "Creí que era el último día de mi vida", me contaba una tarde, "pero luego bajó el fusil y me dijo: "Márchate, animal". Y yo me fui. No sé por qué decidió no matarme". Uno de sus grandes orgullos de aquellos años fue la fundación del orfelinato de Kisangani (la antigua Stanleyville), donde acogió a 142 huérfanos a los que enseñó español, dio estudios y buscó padres adoptivos. "Ahora tengo muchos nietos, varios cientos", me contaba sonriendo con chanza y con orgullo.

Fundó una clínica también en Kisangani, llamada Santa Teresa en recuerdo de su esposa. Y su enorme tarea en aquella ciudad, donde operó a más de 20.000 personas durante dos decenios, impulsó a las autoridades congoleñas a decidir poner su nombre a una de las grandes avenidas de la urbe. "Rechacé ese honor y quise que se llamase avenida de España. Aún sigue llamándose así".

El viernes, cuando a Sanz Gadea le concedieron el Príncipe de Asturias, la primera llamada que se recibió en la prensa española, viniendo del embajador Bordallo y del propio Gadea, fue para mí. Me sentí orgulloso. Gadea se acordaba de que, unos pocos meses antes, yo había enviado una camiseta del Real Madrid, con el número 7 de Raúl, para su hijo Alain. Y le pregunté: "Joaquín, ¿a quién dedicarías este premio?". Reflexionó un momento, a través de la comunicación por radio. "Primero de todos", dijo al final, "al embajador Bordallo, el mejor embajador que tenemos los españoles en África. Luego, me acuerdo de mi mujer, y también de mi madre. Y, claro, es un premio para el Congo, el país que me ha hecho suyo y al que yo he hecho mío".

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