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Reportaje:

Colombia vota hoy entre la esperanza y el desengaño para elegir al nuevo presidente

Veintidós millones de colombianos tienen hoy derecho de elegir presidente; alrededor de la mitad irá a las urnas en unos comicios de una cierta esperanza y una segura angustia. Los partidarios de la botella medio llena apuntan a que el bipartidismo tradicional se ha visto conmovido por la ascensión de una tercera fuerza. El liberal Horacio Serpa, elegido del presidente Ernesto Samper, y el conservador Andrés Pastrana obtuvieron en la primera vuelta el pasado día 31 por debajo de cuatro millones de votos cada uno, con apenas 30.000 de ventaja para el primero, y Noemí Sanín, una ex ministra y embajadora, casi tres millones al frente de una heterogénea coalición de renovadores. Los que ven la botella medio vacía no votan, lo hacen en blanco o hasta siguen líneas atávicas de sufragio.

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Empate entre los candidatos

Una importante embajada de la Unión Europea en Bogotá, en su informe tras la primera vuelta calificó la votación de tradicional. El tercer bloque de votantes carecía de identidad propia, decía, y subrayaba que ya en 1990 un nuevo partido formado por los pacificados del movimiento guerrillero M-19 logró una alta votación para diluirse después en este espeso bipartidismo mortuorio que no es lo bastante nacional para encuadrar el país, pero sí lo bastante político para cerrar el paso a opciones de ruptura democrática.Por eso, Colombia puede creer en un nuevo comienzo, aunque sea de una larga transición al cambio, o temer que todo siga igual bajo la férula de una oligarquía que no es que haya sido impotente para edificar el Estado, sino que jamás ha querido hacerlo porque eso significaría exponerse a que, sin que sirva de precedente, la ley sea la misma para todos.

Aparte de la sucesión de inauguraciones de obras y detenciones varias de narcos de segunda que llevaban 20 años en busca y captura, con lo que el Gobierno pretendía favorecer a Serpa, lo más estrambótico de la campaña ha sido el zigzagueante ballet de Sanín, que lo ha hecho todo para mostrar a sus presuntos electores que prefiere a Pastrana, sin decirlo, para no malquistar su futuro si gana el liberal, que también la corteja como lo hace hasta casi ofrecerle la Santa Compaña Andrés Pastrana. Noemí ha llegado a votar por poderes cuando su marido, Mario Rubio, le envió una carta pública al conservador otorgándole el sufragio.

Pero, nadie garantiza que esos electores, que pueden decidir la elección contra la maquinaria de caciquear liberal, quieran votar, ni que lo hagan por quien la ex candidata les indique. Colombia es un país en guerra ruinosa y devastación moral, con altísima nómina de ministros y servidores del Estado en la cárcel o bajo investigación, y más de medio Congreso calificado independientemente de corrompido por el narco. Esa es la herencia que recibirán Pastrana o Serpa. Aparentemente, hay varias guerras en Colombia: la de los paramilitares al servicio de los narcos, del propio Ejército, o actuando por su cuenta, que constituyen 5.000 o 6.000 efectivos; la de los narcos, con fuerzas directamente propias; la de la guerrilla, con entre 10.000 y 20.000 hombres divididos en más de una docena de movimientos, de los que las FARC, marxista clásico, es decir la reliquia, y ELN, maoísta, luego el desbarre, están empeñados en salvar al país contra su voluntad; y, finalmente, la del Ejército que si tiene algo más de 100.000 hombres en filas, cuenta sólo con 25.000 profesionales, aunque eso sí sus 10.000 oficiales consumen el 90% del presupuesto y el 90% de la tropa, el 10% restante.

Pero todas esas guerras paralelas, Ejército contra narco y guerrilla, paramilitares contra guerrilla y población civil, guerrillas contra población desafecta, se resumen en una sola: la lucha por la coca. Un estudio universitario muestra cómo quien controle los cultivos sobrevivirá y puede ganar la guerra. Los narcos, para seguir viviendo de ello; los paramilitares porque para eso les pagan los narcos y para hacer su propio negocio; la guerrilla porque logra persuadirse de que sólo protege los cultivos para financiar su esfuerzo patriótico; el Ejército, en el mejor de los casos, porque quiere destruir sus cultivos y, en ocasiones, para tener su parte del botín.

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La economía cocalera, que el académico Juan Gabriel Tokatlián valoró para EL PAÍS en un 4% o 5% del PIB a comienzos de los noventa, y que hasta la destrucción del cartel de Medellín generaba una inversión localizada y suntuaria que beneficiaba a unos pocos y animaba la industria nacional con compras de tierras y negocios para lavar dinero, es hoy el gran megadesastre colombiano. No sólo ha envilecido a medio país comprándolo en almoneda, sino que ha destruido la industria nacional.

Utopía

El proceso era el siguiente: compras masivas, por ejemplo, de granjas avícolas, que vendían más barato que nadie puesto que su objetivo no era la rentabilidad sino purificar dinero, con la ruina consiguiente de toda la legítima actividad comercial en ese campo. Y, así, casi todo. Eso es lo que queda de lo que el narco Lerner llamaba en los ochenta «la bomba atómica del pobre», la respuesta de América Latina a la agresión del Norte. En esas condiciones pensar en un proceso de paz, iniciado por Serpa o por Patrana es utopía.La guerrilla, el narco o los paramilitares, posiblemente no son destruibles, pero es seguro que no son comprables. Su negocio será siempre más rentable, sobre todo porque quien debería ponerles fuera de actividad no existe: el Estado colombiano.

Sólo, por ello, una verdadera refundación de Colombia, que únicamente sería posible con la internacionalización del problema, EE UU y Europa combatiendo el consumo mucho mejor de lo que lo hacen y montando un nuevo Plan Marshall para la región, podría dar esperanza a este hermoso, y trágico país, en el que lo único bueno que parece que queda es la gente. Nadie podrá nunca explicarme por qué Colombia es capaz de ser dos cosas a la vez: una gran nación y el sumidero del horror.

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