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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Encrucijada iraní

QUE IRÁN considerase retirarse del Campeonato Mundial de Fútbol, el primero que alcanza tras la revolución de 1979, por la exhibición, hace unos días, en una cadena privada francesa, de la película No sin mi hija pone de relieve no sólo la hipersensibilidad de un país todavía cerrado al mundo, sino más explícitamente la intensidad alcanzada por la pugna entre reformistas e integristas en Teherán. Para un europeo no es fácil entender que el pase televisivo de un melodrama -las tribulaciones de una americana y su hija secuestrada en Irán, el país de su esposo y padre, en 1984- pudiera llegar a ser motivo de decisión tan drástica. Más aún cuando, en términos populares, el Mundial es el contacto oficial más importante entre el Irán posrevolucionario y Occidente, y una eventual victoria sobre la selección estadounidense lanzaría a las calles el domingo a millones de iraníes.Tras su aparente inocencia, el incidente de Francia, calificado por medios iraníes como atentado contra su cultura y religión e incluso de «compló sionista», refleja en un altavoz formidable el enfrentamiento por el control del Estado islámico entre los conservadores leales al líder Alí Jamenei (que vieron con horror cómo su selección se clasificaba: se abría al exterior) y los reformistas del presidente Mohamed Jatamí, un hombre urbano y conciliador con apoyo popular creciente. El epicentro de la política iraní es precisamente la lucha entre el ala moderada de la jerarquía político-clerical, dirigida por Jatamí y su predecesor Rafsanjani, y los ortodoxos alineados tras el jefe de la República y número uno, el rahbar Jamenei, que intentan limitar por todos los medios la apertura que aquél encabeza. En jerga occidental, los moderados representan una compleja mezcolanza de centristas, izquierdistas y tecnócratas.

Las presiones del ala ortodoxa del régimen han provocado esta misma semana la cancelación de un viaje de periodistas iraníes a Estados Unidos, donde debían entrevistar a la secretaria de Estado Madeleine Albrigh. La lucha se extiende a todos los terrenos posibles, desde el cierre de periódicos reformistas como Sociedad -barómetro de los cambios sociales iraníes-, decretado la semana pasada por los halcones del poder judicial, hasta el juicio en curso contra el alcalde de Teherán, Gholamhussein Karbaschi, un reformista comprometido al que se acusa de corrupción y malversación. Amnistía Internacional acaba de sacar tarjeta roja al régimen iraní, al que acusa de 143 ejecuciones, procesos inicuos, torturas a prisioneros y mantener castigos como la lapidación y el látigo.

Y, sin embargo, se mueve. La mejoría de relaciones políticas y comerciales entre Irán y la Unión Europea es un hecho, a pesar del caso Rushdie, desde la llegada a la presidencia de Jatamí, hace un año. El diálogo con Estados Unidos -lastrado todavía, como ha recordado en Madrid el ministro de Exteriores, Kamal Jarrazi- es cada vez más creíble a medida que se incrementan los intercambios deportivos o académicos entre los furibundos enemigos de hace veinte años. Clinton, empeñado en una ofensiva de encanto, dijo ayer que EE UU busca una «genuina reconciliación» con Irán. Las compañías petroleras estadounidenses presionan abiertamente al Congreso para que levante las sanciones unilaterales de Washington que les impiden negociar con la república islámica.

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El fútbol ha proporcionado a Irán la mayor ocasión que vieron los siglos, la de batir el domingo en Lyón a Estados Unidos en un encuentro decisivo. Para desmayo de los puros y pese a la expresa petición en contra de una veintena de diputados en Teherán, los jugadores iraníes han prometido intercambiar sus camisetas, como quiere la tradición, con los del Gran Satán.

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