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Tribuna
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Para todos los gustos

En busca de votos, los políticos tratan de contentar a todos y dan pie a deliciosas paradojas, como la de que la televisión pública de la Andalucía socialista supere fervor nacional-católico al No-Do de Franco y no deje sin cubrir ni una sola procesión o romería, o la de que se pueda defender la presencia de la Legión en las procesiones y, a la vez, se exija que los ayuntamientos se hagan insumisos y se nieguen a tallar mozos, como propuso en su momento el impagable Antonio Romero. La derecha no está vacunada tampoco contra estas extravagancias: valga el recuerdo de la hoy alcaldesa de Cádiz manifestándose en la calle con los trabajadores de los Astilleros cuando aún estaba en la oposición... Pero lo paradójico se llega a convertir en pesada incoherencia cuando afecta a decisiones culturales o estéticas con cuyas consecuencias tendremos de convivir durante décadas: como esa forzada convivencia que pretenden algunos ayuntamientos entre la modernidad y un falso casticismo que no es sino un reflejo ignorante que comparte canon con las escenografías zarzueleras o los viejos decorados de los años sesenta para el teatro televisado de los Álvarez Quintero. Así, el Ayuntamiento de Málaga, que mantiene una política cultural que no tiene nada que envidiar a la de los primeros ayuntamientos de izquierdas y es impulsor de un festival de cine que promete ser la iniciativa cultural con más futuro de las que se han planteado en Andalucía en los últimos tiempos, cobija y financia, simultáneamente, iniciativas arquitectónicas delirantes. En la plaza de la Merced, junto a la casa natal de Picasso, el Ayuntamiento malagueño va a financiar una obra que pretende cambiar una de las tres fachadas de un edificio de los años sesenta para, a base de molduritas, convertirlo en una caricatura del barroco sevillano y darle un "aire típico" que podría espantar incluso a los fotógrafos ambulantes que trabajan en las ferias y retratan a sus clientes tocados con sombreros cordobeses y sentados en sillitas de enea. Es explicable que los malagueños tengan muy mala opinión de la arquitectura contemporánea: viven en una ciudad arrasada y malamente construida en los sesenta en la que la mayor parte de la población sólo puede encontrar las calles de su infancia en la literatura de Antonio Soler. Pero la solución a tanta fealdad no está en buscar refugio en falsos patrones estéticos que sólo pueden dar lugar a pastiches. Es ésta una falsa nostalgia que termina alimentando todo tipo de despropósitos, como el de que el episcopado y parte de la derecha de la ciudad pusieran recientemente como modelo para la celebración del Corpus el del año 1946, y amenazara con llenar las calles de altarcitos. Hay que tener muy poca sensibilidad -o un exceso de prepotencia- para poner como ejemplo de algo aquellos años tan duros para muchos malagueños que fueron víctimas del nacional-catolicismo y a los que nunca se les ocurriría, por ejemplo, conmemorar con orgullo la quema de conventos. Son raros estos tiempos en los que la caspa parece querer taparnos el calendario para que no podamos darnos cuenta de que estamos a punto de mudar de milenio.

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