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Tribuna
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La cara de la víctima

Antonio Muñoz Molina

Una vejación suplementaria se agrega al suplicio de las víctimas: la de enturbiar su inocencia sugiriendo una parte inconfesada de culpa, manchando su desgracia con una sombra vaga de responsabilidad. Es la sospecha antigua que cae automáticamente sobre el detenido o el desaparecido en la noche abismal de las dictaduras, sobre el ejecutado tan fríamente como se degüella a un animal: "Algo habrá hecho".Una noche de invierno, poco antes de las ocho, un hombre de cincuenta y un años se dispone a ver tranquilamente una serie cómica en la televisión, Benny Hill, y aprovecha los minutos de anuncios antes del comienzo para ir a lavarse las manos. Se acuerda de todo, aunque ha pasado mucho tiempo, casi quince años. Se acuerda de que su mujer estaba en el salón y de que mientras él se lavaba las manos oyó con cierta extrañeza que llamaban a la puerta: el rumor del agua en el lavabo, un ruido amortiguado de risas y de anuncios en la televisión, los golpes en la puerta. Salió del cuarto de baño y se vio arrojado de golpe a un espanto que no se ha borrado todavía.

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De un instante a otro se abre en la vida diaria el foso negro de la ceguera y el infierno, la furia de los golpes y de los insultos, las gafas rotas, las zapatillas de estar en casa perdidas, las manos que se aferran animalmente al quicio de una puerta y son arrancadas de ella a puñetazos, el coche que baja en silencio junto a la acera, por la calle a oscuras, la calle en la que no se abre ninguna ventana, en la que nadie parece escuchar los golpes y los gritos, la calle de luces apagadas y postigos cerrados a las ocho de la tarde en la que este hombre pide socorro y grita una y otra vez en vano su nombre.

Sólo esta mañana ese nombre ha dejado de ser el de una víctima invisible, el de un bulto envuelto en una manta y arrojado en un coche, el de un caso judicial, para convertirse en una presencia indudable, a la vez común y estremecedora, firmemente real, más irrebatible que cualquier acusación.

Entra en la sala Segundo Marey y el rumor de expectativa que ha levantado su nombre se convierte en silencio. Una persona a la que no se ha visto nunca y de la que se ha oído hablar tanto tiende a volverse irreal.

Segundo Marey tiene los hombros anchos y cargados, la cabeza grande, la calva espaciosa y curtida, la mirada miope tras los cristales de las gafas, la expresión apacible, los andares inciertos de enfermo. Se para brevemente para mirar en torno suyo, como para cerciorarse de dónde está. Viste con una corrección rústica, jersey marrón debajo de la chaqueta, muy apretados el cuello de la camisa y el nudo de la corbata. Habla con acento francés, con una voz más vigorosa que su apariencia física. Es muy preciso en sus recuerdos, pero a veces se enreda por una palabra que no encuentra en español o que no acierta a pronunciar, y entonces se pone nervioso, dice la palabra francesa, suspira, murmura una exclamación en francés. C'est drôle, le oigo decir, cuando un abogado hostil intenta empujarlo hacia una zona de sospecha, enturbiar su condición de víctima mediante la sugerencia de que algo habría hecho, de que alguna conexión debía de tener con los terroristas para ser confundido con uno de ellos. Se cumple así la conocida vejación: el hecho mismo de ser víctima convierte a este hombre en sospechoso, y la evidencia de su sufrimiento ha de mancharse de indicios ambiguos de culpabilidad, o al menos de cercanía, de aquiescencia con los culpables.

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Él sabe que la tenacidad de la memoria es su única defensa. "Todos los días pienso en aquello", dice, "no quiero olvidar nada". Recuerda que aquella noche lo hicieron caminar por un terreno accidentado que le desgarraba los calcetines y las plantas de los pies, que tuvo aún más frío después de cruzar descalzo un riachuelo de agua helada, que le envolvieron la cabeza en un jersey, que de cualquier modo prefería no ver, porque si veía algo estaba seguro de que sería fatal para él. Recuerda que lo hicieron subir a otro coche, o al mismo, y que después de otro viaje se encontró en algo que debía de ser una casa, una casa muy fría en la que siguió sin ver nada, porque le pusieron algodones sobre los ojos y se los vendaron luego con un esparadrapo. "Para mí no había noche, ni día, ni hora, señor", le dice a un abogado, "para mí sólo había el tiempo".

Ciego, maniatado, extraviado en el tiempo, recuerda otro viaje en coche y un frío que ya estaba tan dentro de él como el pánico, y unas manchas que cobraban forma y luego se alejaban en la oscuridad: la cara de su mujer, la cara de su hija. Mientras se desvanecía, según las caras se borraban, pensó con estupor, casi con gratitud: "Qué fácil es morir".

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