De Mao a El Escorial
En la crónica que Informe semanal elaboró sobre Mayo del 68, se fijaba en el verano de ese año la declaración del estado de excepción que marcó la respuesta represiva del régimen. Con el error pasaba al olvido que dicha declaración llegó más tarde, en enero de 1969. Fue entonces el ministro Fraga quien presentó la explicación pública de la orden de caza y captura contra la izquierda, tras el prólogo del asesinato del estudiante Ruano. El político gallego dio entonces lo mejor de sí mismo al encuadrar los sucesos del 68 español en la «orgía de nihilismo, de anarquismo y de desobediencia que ha sido denunciada por lo demás en estos días por todos los hombres de Estado y por todas las grandes tribunas del mundo». A ella se había querido arrastrar a la juventud española, aprovechando su «generosidad ingenua». Por añadidura, «unos cuantos malvados y ambiciosos han querido capitalizar en su beneficio esta situación». Pero Franco y los suyos, gente como él, velaban por nosotros. No iban a permitir que entrásemos en la «ola de confusión y de subversión mundial». Sobre los culpables caería todo el peso de la ley, claro que al modo franquista, esto es, suprimiendo la vigencia de su propia legalidad y abriendo la puerta a la aplicación discrecional del destierro y de la cárcel.¿Qué sentido tiene recordarlo treinta años después? Ante todo, hacer ver que el 68 fue aquí algo más, por ambas partes, que un acné juvenil animado con carreras delante de los grises y música de Raimon (bien tapado, por cierto, en los «informes»). Sirve también para situar en la escala de la reacción política al régimen de Franco, incluido el más «reformista» de sus ministros. Y de paso permite explicar la deriva final del franquismo, hasta los fusilamientos al alba de septiembre de 1975. Del mismo modo, una mirada complementaria hacia el otro lado del espejo quizá nos mostrara la convergencia de intereses entre los servicios de información del régimen y algunos grupúsculos extremistas, así como el origen en aquellas asambleas de unas prácticas de manipulación y de un desdén hacia los procedimientos democráticos que caracterizarán a una buena proporción de sesentayochos cuando más tarde se incorporen a la clase política. Para apreciar esa cara oculta de la luna, habría que recuperar a personajes como aquel camarada Intxausti, con su «marxismo-leninismo, pensamiento Mao Zedong a cuestas, para que contasen cómo y con quién lograron la única victoria del maoísmo en España, con sus juicios críticos al modo de los guardias rojos contra algunos de los mejores profesores. No todo el antifranquismo fue de color rosa en el 68 español. Por lo demás, apenas existen riesgos de que en las pequeñas mareas conmemorativas se rastreen tales aspectos. A Fraga le pueden preguntar por el 68, siempre que nada recuerde su auténtico papel histórico, y contestará, como en Documentos TV, al modo de un Raymond Aron de aspecto rústico. Ni en los interesados ni en los responsables de la información ha existido el menor deseo de ir más allá de la imagen de Epinal romántica, con los jóvenes corretones y anónimos grises, por suerte ya desaparecidos, como únicos protagonistas. El fenómeno no es nuevo, despuntó en el 92 y ahora ya está consolidado. Las conmemoraciones dejan de ser el lugar de la memoria histórica, donde los temas de la investigación llegan al gran público y se plantean aquellas cuestiones que afectan de modo sustancial al desarrollo histórico, e incluso al presente. Entre nosotros, tal como va el año, cabe ya decir que el poder, es decir, los intereses de creación de imagen del Gobierno, está imponiendo sin dificultad alguna su ley, y nada más significativo que el hecho de servirse siempre de los mismos peones, cualesquiera que sean el tema y el siglo: hay que olvidar lo que debe ser olvidado y, una vez expulsados los elementos conflictivos, construir representaciones analógicas que refuerzan la legitimidad de la situación y de las orientaciones políticas hoy vigentes. Para el 98, ejemplo la exposición España fin de siglo, fuera el Desastre: la combinatoria de imágenes presenta una España que sufrió un leve percance colonial, pero henchida de modernidad, que ya iba bien (también Cánovas decía que «la guerra va bien»; debe haber afinidades electivas). Se trataba y se trata de ensalzar a una España conservadora, una pizca autoritaria, con las clases propietarias en el lugar que les corresponde. En cuanto a Felipe II, ¿qué mejor ocasión de mostrar la grandeza de la monarquía? En el encarte incluido en este mismo diario sobre «el año de Felipe II», los responsables de la exposición sobre el rey y la monarquía hispánica dejaban claro ese propósito. Frente a la imagen controvertida del constructor de El Escorial, cargada de sombras y luces, la propuesta consiste en destacar únicamente las segundas. De este modo, el rey y su entorno familiar pasan a ser agentes de legitimación de la monarquía actual. Los recursos empleados son el desplazamiento y el anacronismo. Desplazamiento: para presentar un rey venturosamente rodeado de los suyos, existía el obstáculo del príncipe don Carlos; pues bien, seamos feministas de cara al siglo XVI y ofrezcamos su imagen a través de las mujeres de su familia. Y una vez llegados a este punto, sirvámonos de lo que Georges Duby y Lucien Febvre juzgaban el peor de los anacronismos: el anacronismo psicológico, es decir, la introducción como elemento de explicación histórica de rasgos psicológicos de una época construidos desde el presente. Nos encontraremos así, entre otras, con «su madre, muy amada», «su formidable tía-abuela», su hermana «a la que tan unido estuvo el Rey», las hijas que «aliviarán su soledad y su vejez». Una acertada educación contribuyó a forjar «la imagen espléndida del príncipe Felipe». Pasado y presente se unen. No se habla, respeto
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obliga, de las amantes. Ni se recuerda que las reinas no eran, políticamente, mujeres, sino piezas del tablero de la razón de Estado con funciones reproductoras. El guión de apariencia feminista permite entonces contemplar desde una perspectiva personal, asimismo realzada -estamos ante «el gran Rey»-, los grandes problemas de esa monarquía hispánica. Sin duda con los necesarios retoques y difuminaciones: son los «conflictos con los Países Bajos», no hubo una «Contrarreforma intolerante y fanática». Las hermosas piezas exhibidas y el catálogo envuelven adecuadamente el mensaje. Ahora bien, ¿qué necesidad hay de esa deriva hacia una estimación reverencial de nuestros monarcas del pasado? Ni para la historia ni para la política nos sirve de mucho la orientación hagiográfica que nos impediría ver, sobre todo en relación con el pasado reciente, el origen de los problemas que aún gravitan sobre el Estado español. Pero esa tendencia existe y no se limita a los expositores oficiales. Por el centenario de la doble guerra de Cuba y Filipinas se ha pasado de puntillas. A diferencia del 98, los españoles no necesitan hoy refugiarse en las corridas de toros para huir de la realidad histórica.
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