La fotografía en su inquieto desarrollo
JOSU BILBAO FULLAONDO Cuando uno acude a la sala de exposiciones que la Fundación Caja Vital tiene en la Plaza de los Fueros de Vitoria le llama la atención su amplitud y una curiosa distribución de los espacios. Hace cuatro años comenzaron a incluir en sus actividades las colecciones de arte. Ahora ha llegado Luz y fotografía que pertenece a Helga de Alvear. Es una selección de trabajos que se adentran más allá de lo que podría considerarse fotografía de una manera ortodoxa y excluyente. Se huye de la rigidez porque bajo la influencia de ese mismo proceso puede aparecer la forma pictórica, la escultura. El factor lumínico, como algo intrínseco y sustancia principal de la obra, es el denominador común, que manifesta su pluralidad de recursos. No existe un criterio temático, pero si nos referimos a todo el conjunto, nos indica ciertas inquietudes que preocupan a la coleccionista. Nos ofrece trazos de la personalidad de una mujer que considera a la fotografía como algo que ha cambiado la forma de ver el mundo. Para ella, los reporteros gráficos, después de haber estado presentes en todos los acontecimientos importantes del último siglo y medio, han llegado a crear "verdadero arte". Una idea que se ratifica cuando constatamos que la fotografía se encuentra en el eje central de la expresión creativa más representativa de nuestra época. Un soporte al que se recurre sin ninguna ambigüedad en cualquier disciplina artística. La fotografía, con su aparición en el siglo XIX, no solo colaboró a que la pintura rompiera las cadenas que la retenían estancada en un romanticismo caduco. Además de democratizar el uso y empleo de la imagen, favoreció el desarrollo del naturalismo, el impresionismo y, todas las corrientes pictóricas que vinieron a continuación. Hoy día, en una relación de mestizaje, ha traspasado barreras y se ha fundido con todas las disciplinas de las bellas artes; coexiste con ellas sin perder su poder de influencia. Además, forma parte de la aurora de una nueva civilización que trae consigo formas diferentes en las relaciones humanas y, también, una intercomunicación de las artes capaz de olvidar en su camino de trasformación los criterios exclusivistas que han prevalecido hasta ahora. Es difícil señalar en el conjunto de una colección, que se presenta con cerca de ochenta piezas, cuál el trabajo más relevante. Cada uno de los cuarenta autores necesitaría un comentario particularizado. No faltan japoneses, americanos o europeos de renombre internacional. Junto a la soledad de los paisajes del desierto de Arizona realizados por Mark Klentt (New York, 1952), donde los cactus son ciudadanos, puede encontrarse la forma de entender la fotografía del oriental Kazuo Katase (Japón, 1947) que se inclina por un lenguaje simbólico que emana poesía. Por parte de Frank Thiel (Alemania, 1966) disfrutamos de lo insólito de unos monumentos de Berlín Este en reconstrucción o de las puertas de aquellas prisiones donde se retuvo a los disidentes políticos. Entre los artistas españoles encontramos entre otros al polifacético Joan Fontcuberta (Barcelona, 1955), a Salomé Cuesta (Valencia, 1964) o a Javier Vallhonrat (Madrid, 1953), quien, desde la cruz compuesta por retazos de un desnudo de mujer, nos llega a ofrecer unas composiciones que resultan fantasmagóricas. Dos son los artistas nacidos en Euskadi. Uno es Alberto Schommer (Vitoria, 1928). De él se recoje un paradigmático retrato del escultor Eduardo Chillida que responde a uno de esos trabajos de introspección psicológica a los que nos tiene acostumbrados el académico. El otro representante es Darío Villalba (San Sebastián, 1939) que de la trama fotográfica hace pintura. Todos ellos llegan a demostrar que la luz en el arte es componente estructural que matiza sobre los resultados obtenidos.
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