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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Corazón blindado

E L JUICIO contra los secuestradores de Ortega Lara quedó ayer visto para sentencia. En adelante, a la imagen terrible del funcionario en las horas que siguieron a su liberación se superpondrá la de sus repugnantes secuestradores bromeando entre sí tras los cristales blindados, desafiando al fiscal con sus sarcasmos, luciendo sus camisetas reivindicativas y su aire saludable de vascos jatorras (majos). También será difícil de olvidar el tono de voz de los carceleros de Ortega Lara al culpar del largo cautiverio al ministro del Interior y al propio secuestrado. Al primero, por no haber accedido a las exigencias de ETA para soltar al funcionario; a éste, por pertenecer a un colectivo encargado de «aplicar una política de exterminio de los presos».Exterminio. La palabra suele asociarse, desde hace más de cincuenta años, al experimento nazi. Si las imágenes de los cuatro han impresionado tanto se debe sobre todo a que reflejaban la más absoluta ausencia de sentimientos de culpabilidad. Los nazis se enfrentaron al problema de cómo blindarse frente a la compasión espontánea de todo ser humano ante el dolor ajeno. Lo consiguieron utilizando un lenguaje eufemístico para referirse a su tarea, y despojando a sus víctimas de la condición humana.

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"Nos encontramos a un cadáver viviente"

Los secuestradores de Ortega Lara se refirieron al secuestro como un «arresto»; negaron que tuvieran intención de dejarlo morir, pero se desentendieron de su suerte a sabiendas de que moriría si los guardias no descubrían el zulo que buscaban en la nave de Mondragón. Al secuestrado «no le faltó de nada», y si adelgazó 23 kilos fue porque «era muy exigente con las comidas». Le daban de comer «mejor que a mí en la cárcel», dijo uno de ellos, y de nuevo era inevitable superponer la imagen del judío asustado y famélico que salió del zulo con la del nazi robusto que hablaba ante el tribunal luciendo su blanca camiseta con la leyenda: «Presos vascos a Euskal Herria».

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Durante meses, antes y después del secuestro, personas respetables, empeñadas en denunciar la política penitenciaria del Gobierno ante tribunales internacionales de derechos humanos, aseguraron -con falsedad- que se estaba incumpliendo la ley y acusaron al ministro del Interior de intransigencia por no ceder a las exigencias de ETA. Esas personas se espantaban ayer escuchando los alegatos de los cuatro jatorras: no entendían su falta de piedad hacia Ortega Lara y encontraban incomprensible la arrogancia de que hacían gala. ¿Será necesario recordar que los nazis no eran en su vida privada sádicos sin corazón, sino personas corrientes a las que se les había convencido de que existía una noble causa ideológica que justificaba lo que hacían, y que compartían los buenos alemanes?

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