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Vascocéltica

MATÍAS MÚGICA No sé qué tienen los celtas que nos vuelven locos. Ahí tienen ustedes al MLNV aprendiendo gaélico por correspondencia y empeñado en superar su aversión a la cerveza negra. Y aún hay más fuerte: nuestro gran patriarca autocéfalo (al menos en deseo) declara que lo deja todo, que se tira al monte. Se ha cansado de su sitial. Quiere ser Gerry, en Stormont. Algo han de tener los celtas para que nos vuelvan locos, y no solo a nosotros sino a tanta gente. Tienen, no cabe duda, cierto halo, cierto intríngulis como quien dice. Pertenecen a la clase de los pueblos impenetrables, misteriosos. Para empezar, hablan (o hablaban) raro: cuando están a lo suyo no se les entiende ni Pamplona, cosa que despierta mucho la curiosidad. Y sobre todo, en mi opinión, la clave de su atracción está en que pierden. Pierden siempre. En los últimos veinte siglos, desde que llegaron al Atlántico y dejaron de extenderse, no han desperdiciado ocasión de perder una batalla o ser diezmados por alguien. Esto también les da su cosa, qué duda cabe. Pero permítanme que les haga notar que no pocas de esas características que hacen del celta un ser necesariamente legendario, las poseemos también los vascos en notable grado. Nosotros también hablamos (o hablábamos) raro. Nosotros también somos bastante misteriosos y, oiga, de muy ignoto origen, que dicen que si hasta de la Atlántida venimos. Nosotros también gastamos raza y nuestro Rh no se lo salta un gitano ("ustedes tienen algo raro en la sangre ¿no?", me preguntaba un guatemalteco, que de las explicaciones de algún fiero ikurriñista había acabado por entender que éramos algo así como hemofílicos). En fin, nosotros también, no cabe duda, intrigamos lo nuestro. Es larga de hecho la lista de extranjeros que han venido a estudiarnos de cerca. Sin embargo ¿para qué engañarnos? los celtas nos ganan en prestigio. Nos han ganado siempre. En primer lugar porque somos menos: los celtas cunden mucho porque sumadas sus diversas ramas son bastante más que nosotros. En segundo lugar porque, para nuestra desgracia a estos efectos, los vascos somos la mayor parte españoles, condición desastrosa para una buena política exterior: nuestra caja de resonancia es cutre; la suya, en cambio, la mejor. Situados en el corazón de Europa, en el mundo cultural francés o anglosajón, estos soplagaitas han contado siempre con un circuito incomparablemente superior para exportar al mundo sus cuitas, sus problemas, su vagues d´âme, sus recetas de cocina y hasta sus motivos literarios. En tercer lugar, quizás, aventuro, habría que reconocerles también, ¿me atreveré a decirlo?, cierta superioridad cultural sobre nosotros. Si se han vendido más y mejor es también porque algo más tenían que vender. ¿Qué hay aquí comparable ni de lejos a, por ejemplo, las leyendas artúricas y sus derivaciones literarias o a la literatura galesa e irlandesa medieval? Y además, lo que es peor, nos falta lo fundamental para un prestigio bien llevado: una buena derrota, un Campo de los Mirlos, una Gergovia que sirva de referente eterno a nuestra humillación. Alguna carnicería medieval a manos de los sarracenos, por ejemplo. Pero no: a los moros les debíamos de importar bien poco en el fondo, y ya más tarde mal podía derrotarnos nadie siendo como éramos miembros entusiásticos y privilegiados del imperio español. La invasión de Navarra podría servir, de hecho sale mucho a colación, pero es difícil presentar aquello como agravio fundacional cuando los directamente agraviados resultan ser, en su ceguera, obstinadamente españolistas. La guerra civil también da juego, desde luego, (por algo ponen tanto documental sobre Gernika en la ETB), pero tiene la pega de ser una derrota compartida con la mitad o más del país del que se trata de diferenciarnos. El caso es que los celtas, y vuelvo al tema, no solo nos han ganado la carrera, sino que al final nos han colonizado. Son ellos, en efecto, los que han construido el arquetipo del pueblo sufriente y derrotado al que intenta aproximarse todo el que con más o menos razón aspira al título. Les copiamos en todo. ¿No es acaso nuestro más afamado cantautor el vivo retrato de Vercingetorix? La melancolía vasca trae, si no me equivoco, vientos de Avalon. Esos hayedos empapados por la lluvia, esos pastos salpicados de ovejitas, esos helechales atisbados entre dos jirones de neblina, todo ese sistema de postales que constituye el corazón motor de nuestras alucinaciones colectivas huele inconfundiblemente a muérdago. Esperen ustedes a que se rasgue la niebla y verán salir como por ensalmo de la masa blanquecina, ¿a quién?, ¿a Aitor?, ¿a alguna maitagarri por el fiero Basajaun de amor vencida? No. Más probablemente a Merlín, apenas disimulado bajo su boina, o a Lancelote levemente adaptado al gusto indígena: ya no usa lanza y no mata dragones. Mata, la verdad, cualquier cosa, lo que encuentra, lo más fácil, últimamente concejales, por ejemplo. Qué degeneración.

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