_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La puerta de la infamia

Antonio Muñoz Molina

Sopor de siesta y penumbra de tarde de verano en las antesalas del juicio. Pasadas las cinco se reanuda con cierta galvana general la rueda de interrogatorios a José Barrionuevo, que durante toda la mañana ya se prolongaron en un empantanamiento de preguntas monótonas y de contestaciones negativas. José Barrionuevo empieza respondiendo al fiscal en una voz tan alta que retumba en la sala, con una oratoria tosca y denodada, que parece siempre en el filo de la irritación, del agravio. Habla tan alto Barrionuevo que el presidente de la sala le sugiere que se aparte un poco del micrófono. Tiene los hombros levantados, el torso echado hacia delante; se ve desde atrás, cuando ladea un poco la cabeza, que adelanta también el labio inferior, en un gesto que subraya la obstinación de su postura. Sólo apoya en el suelo las puntas de los pies: golpea de vez en cuando nerviosamente con el talón, pero esa actitud de desasosiego no llega a revelarse en la parte superior de su cuerpo, que permanece estática, torcida a veces, cuando tiene que volverse incómodamente hacia un lado para prestar atención a quien le interroga procurando al mismo tiempo no apartar la cara de los magistrados que están ante él. Sólo a ellos les pertenece la misteriosa potestad de mirar cara a cara a los procesados.En su séptima sesión el juicio completa por arriba el arco de las jerarquías y de las posibles responsabilidades: en el otro extremo estaban los inspectores que obedecían órdenes y compartían casi las mismas penurias del hombre secuestrado en la cabaña; en lo más alto, Rafael Vera y José Barrionuevo, también con ciertas similitudes físicas entre sí, como los dos policías de las barbas negras y las gafas negras. Igual que Rafael Vera, José Barrionuevo tiende a vestirse de azul marino, tiene la cara muy bronceada, casi quemada, el pelo gris. Los dos inspectores del otro extremo de la jerarquía se sientan juntos en el último banco de los procesados: Vera y Barrionuevo se sientan juntos en el primero. Pero hay una diferencia insalvable en sus fisonomías: Vera es todo filos y ángulos, destreza para eludir golpes; la cara abrupta de José Barrionuevo sugiere tesón para aguantarlos.

Más información
El tribunal deniega un careo entre Barrionuevo y García Damborenea
Mayor asegura que el PSOE no planteó la prescripción del "caso Marey"

En los primeros interrogatorios se hablaba de cosas tangibles, de hechos nítidos, de circunstancias muy delimitadas en el espacio y en el tiempo: el frío en la noche del 4 de diciembre de 1983, el pijama de Marey, los itinerarios desde la frontera hasta la cabaña, la ladera embarrada por la que José Amedo no quiso bajar para que no se le estropearan los zapatos. Conforme se ha ido ascendiendo en la jerarquía todo se vuelve más abstracto, las imágenes trémulas de lejanía y desmemoria de aquella noche de un invierno de hace quince años se vuelven más borrosas, van quedando sepultadas bajo un alud de términos jurídicos, de esgrimas procesales y ocultas marejadas políticas en las que se intuye de golpe el garabato amargo de algún encono personal. Más que la cabaña de las noches a oscuras, con brasas de cigarrillos y claridades de carburo, lo que va importando ahora es el despacho de alguien que no comparecerá en el juicio pero que tiene en él una presencia abrumadora, el juez Garzón, primer instigador e instructor del proceso, quien según dice José Barrionuevo obtuvo la confesión incriminadora de Julián Sancristóbal señalándole las dos puertas por las que podía salir: por una se volvía a la cárcel; por la otra se iba a la libertad de la que Sancristóbal llevaba privado tantos meses. "Él eligió la puerta de la infamia", declara, no sin dramatismo, José Barrionuevo, y adelanta la barbilla y el labio inferior, en espera de la próxima pregunta, dispuesto a repetir una nueva negativa, alzando los hombros, golpeando el talón del pie izquierdo contra el suelo, debajo de la mesa. Contiene la irritación, pero no siempre con éxito, y el presidente adopta para pedirle que se calme un tono pastoral: "Sosiéguese, señor Barrionuevo".

Por la mañana le costó menos sosegarse. Algún letrado se extenuaba interrogándole con el mismo éxito que si intentara una faena de lucimiento frente a un toro de Guisando. Pero por la tarde el abogado Stampa, defensor de Julián Sancristóbal, lo sometió a un trance temible, queriendo enfrentarlo, con astucia y sarcasmo, con la implausibilidad de sus declaraciones y sus negativas, con los testimonios unánimes de los demás procesados, salvo Rafael Vera. Stampa es un abogado de cara grande y pelo blanco, de cejas blancas y pobladas, con una pesada somnolencia en los párpados, con una exageración de fijeza en las órbitas de los ojos, con una voz rica, engolada, de mucho cuerpo, educada y modulada para resonar en los salones judiciales, una voz espléndida para recitar tiradas de versos de teatro antiguo, para abrumar a un procesado al mismo tiempo que lo apremian los ojos fijos y saltones bajo las cejas blancas. Una tensión de acoso ha quebrado de pronto el letargo de la rutina procesal. Termina el interrogatorio de Stampa y hay en la sala el mismo rumor de alivio que si hubiera sonado la campana en un combate de boxeo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_