Crece un nuevo racismo cotidiano y silencioso
Ningún inmigrante marroquí cruza el umbral del bar de Antonio, un andaluz afincado en Roses desde hace 20 años. "Yo les serviría porque son humanos, pero saben que no los quiero por aquí", comenta sin rubor el propietario del local. Y es que las agresiones físicas contra los inmigrantes, la expresión más palmaria y brutal del racismo, van perdiendo peso en Cataluña mientras se extiende una forma de xenofobia más encubierta y más sutil, pero no menos alarmante porque la practican a diario, y a veces de forma inconsciente, la gran mayoría de los ciudadanos. Es el denominado racismo social, que los inmigrantes sufren cuando intentan alquilar una vivienda, entrar en determinados locales públicos, convivir con los vecinos del barrio o entablar una relación sentimental. El informe anual de SOS Racisme de 1997 alerta de la expansión de estas conductas de rechazo cotidiano a las culturas ajenas. Roses y Vic, dos poblaciones con una elevada concentración de inmigrantes magrebíes, son buen ejemplo de ello. A golpe de desplantes y miradas de desprecio, los magrebíes residentes en Roses han aprendido a evitar los locales que tienen vetados, en un apartheid encubierto que no requiere carteles de prohibición en las entradas. "Aquí no hay racismo, nadie trata mal a los marroquíes, pero ellos no se adaptan a nuestra manera de vivir y se automarginan", se apresuran a matizar los clientes acodados en la barra del bar de Antonio. En una calle próxima, dos mocosos de tez morena y ojos negros patean una pelota. Son hijos de marroquíes, una comunidad que en Roses supera con creces los 700 miembros, sobre una población global de 12.276 habitantes. "Ya son demasiados. Los moros nos quitan el trabajo y nos traen problemas de orden público", afirma el granadino Jesús mientras apura la cerveza que le ha servido Antonio. María Eugenia advierte el tono xenófobo de estas palabras e intenta quitarles hierro: "La mayoría son buena gente, se les debería dar una oportunidad". En Roses hay desconfianza hacia los marroquíes y temor a que su presencia siga creciendo. Pocos vecinos lo manifiestan abiertamente, pero les delatan sus palabras cuando se les invita a profundizar en la cuestión. "Hace tantos años que están aquí que ya nos hemos acostumbrado a ellos, e incluso algunos se han casado con muchachas de aquí, pero la verdad es que son muy distintos a nosotros, pertenecen a otra cultura", comenta la propietaria de una tienda de la calle de Sant Elm, la principal arteria comercial de la población. Acto seguido, la mujer lanza al aire una pregunta que denota una inquietud generalizada: "¿Qué sucederá si siguen llegando inmigrantes?". "Las actitudes xenófobas se extenderán si no se fomenta inmediatamente la cultura de la diversidad y la tolerancia", responde a la pregunta sin proponérselo María, una voluntaria que colabora con la Asociación de Marroquíes de Roses, presidida por Mohamed Allilou. María -el nombre es ficticio porque, como la mayoría de las personas consultadas, prefiere mantener el anonimato- asegura que las suspicacias hacia lo foráneo, hacia lo desconocido, no son una novedad en Cataluña. Por ello considera paradójico que algunos inmigrantes andaluces, que en su día sufrieron su porción de rechazo, ahora desprecien a los marroquíes. Un sondeo de urgencia entre el vecindario de Roses permite concluir que lo que menos se perdona a los inmigrantes magrebíes es la estricta fidelidad a sus costumbres. "Los españoles que tuvieron que emigrar a Alemania bien que se vieron obligados a renunciar a sus tradiciones", asegura la propietaria de un restaurante cercano al Ayuntamiento. La mezquita y los rituales religiosos que en ella celebran los islámicos no parecen molestar demasiado a los vecinos de Roses, pero cuando la comunidad magrebí solicitó al Ayuntamiento un cementerio para poder enterrar a sus muertos de acuerdo con la tradición islámica -los cuerpos deben orientarse hacia la Meca-, la población reaccionó casi al unísono. "¿Cómo se atreven a pedir un cementerio para ellos si no hay dinero para hacer uno nuevo para nosotros?", se preguntaba la gente. La mayoría de los miembros de la comunidad magrebí cobran sueldos irrisorios, cuando no están en paro, y muchos de ellos se ven obligados a hacinarse en pisos mugrientos y vetustos. Más de un vecino de Roses piensa que ya tienen suficiente. Entre los que así opinan se cuenta un joven que escruta desde lejos a los tres supervivientes del accidente de Campmany, quienes pasan las horas sentados en un banco frente al mar. Y les lanza una pulla envenenada: "Fuman Marlboro, calzan unas bambas Nike y visten un chándal que vale más de 20.000 pesetas. Y encima se quejan". Bennaid Chekoufi, uno de los tres marroquíes que sobrevivieron a la tragedia y que viven en Roses acogidos por la Asociación de Inmigrantes, muestra su tobillo lesionado. "No podemos trabajar y todavía esperamos las ayudas que el Gobierno español nos prometió", indica. María, la colaboradora de la Asociación de Marroquíes, explica que la reciente absolución del organizador del viaje que acabó en Campmany les ha quitado las pocas esperanzas que tenían de alguna indemnización. En opinión de María, el abandono institucional que han sufrido estos tres muchachos no es más que un ejemplo de la discriminación legal a la que se somete a los inmigrantes en España. El último informe anual de SOS Racisme advierte de que la generalización del racismo cotidiano radica, en parte, en el trato discriminatorio de la Administración. La palabra racismo es tabú entre las comunidades de magrebíes de Osona, una de las comarcas con mayor concentración de inmigrantes de Cataluña, informa Gerard López. Prefieren declararse víctimas de la ignorancia o del miedo antes que del racismo. El Meziani Jamel, portavoz del Centre Islàmic de Vic, recita un viejo proverbio árabe que dice: "Cuando ignoras una cosa, la rechazas". Al desconocimiento atribuye El Meziani la oposición vecinal a la construcción de la mezquita del Centre Islàmic, en el barrio de La Calla de Vic. Las 300 firmas contra el templo recogidas por la asociación de vecinos no son, según el presidente de la entidad, una muestra de racismo. La movilización de estos vecinos se fundamenta en pobres argumentos: la mezquita está muy cerca de templos de otras confesiones. Abdelghami el Molghy sostiene que en Cataluña no hay un racismo declarado: "No hay atentados ni agresiones físicas contra los inmigrantes como en otros lugares de Europa, pero detectas que la gente no te habla, no te saluda y te mira mal". Él mismo, según confiesa, se ha visto obligado a abandonar más de una vez un local público. ¿Por miedo a sufrir una agresión? "No, por las miradas de desprecio".
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