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El renegado

Antonio Muñoz Molina

EL JUICIO DEL 'CASO MAREY'La primera mañana, la primera vez que subí a la segunda planta del Tribunal Supremo, cuando todo era raro y desconocido y las impresiones resultaban más fuertes, el primer personaje de este reparto ahora usual que llegué a ver fue Ricardo García Damborenea: estaba al fondo de un gran corredor desierto, un corredor lujoso, vacío, de perspectiva versallesca, donde la única presencia humana era la suya. Estaba solo, sentado en un banco, leyendo un periódico, instalado en un ensimismamiento más huraño que orgulloso. Cerca de allí, a unos pasos, se iban congregando las otras figuras, mezclándose todos, aguardando la hora del comienzo del juicio, igualados en una misma expectación que borraba diferencias y enconos, como en un auto medieval. El Tribunal Supremo es una inmensidad de corredores y salones, pero nadie ha previsto que esa opulencia espacial pueda servir para que quienes se detestan no se mezclen entre sí, para que no se vean o no se rocen acusadores y acusados, ejecutores y víctimas. A todos los vi revueltos la primera mañana: incluso José Amedo, a quien nadie tomaría exactamente por un modelo de mundanidad social, departía risueñamente con unos periodistas encantados de halagarlo, halagados de que él los admitiera en su confianza.La fama, cualquier clase de fama, atrae enseguida parásitos. José Amedo y Michel Domínguez, abandonada hace tiempo la carrera de policías, ejercen con desenvoltura, cada uno a su estilo, su nueva carrera de celebridades mediáticas, de tratantes en el mercadeo de las exclusivas. La clase de tropa policial se embosca tras los trajes negros, las barbas negras, las gafas negras, la obediencia debida. Miguel Planchuelo tiene la ventaja inmensa de que ni en su cara ni en su figura hay nada que suscite el recuerdo: en cuanto aparece Francisco Álvarez, sin embargo, comprende uno que está delante de otro modelo humano, alguien dotado de una arrogancia que no necesita del desafío para afirmarse, de una cara que es la expresión cuajada de un carácter: la barba canosa, el perfil aguileño, la chaqueta de doble cruce bien cortada, el habla tranquila, la voz que sugiere profesionalidad y firmeza. Si las declaraciones de los policías hasta ahora eran instrumentos tocando una misma partitura, Francisco Álvarez es como el concertino o primer violín de esa orquesta. Se ve que este hombre, haga lo que haga, no va a ensuciarse las manos, que llevará siempre a cabo sus actos con una perfecta convicción de legalidad, con un escrúpulo inflexible de buenas maneras. Pasa cada mañana entre los fotógrafos, las cámaras, las jirafas de los micrófonos, con la misma suficiencia tranquila con que entraría en su oficina, como si fuera un alto funcionario británico, y no de la policía, sino del Servicio Secreto.

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Francisco Álvarez da la impresión un poco inquietante de que nada puede mancharlo: Ricardo García Damborenea, por el contrario, parece siempre un hombre agitado por culpabilidades y remordimientos, alguien que podría ser acusado de cometer un crimen aunque fuera inocente. Acepta o ejerce un destino de renegado al que nadie quiere acercarse, ni siquiera los posibles beneficiarios de su apostasía o de su delación. Cuando se le ve solo, sentado en un pasillo inmenso, el espacio desierto agiganta su soledad de expulsado. Cuando empieza a hablar se comprende que Damborenea, hombre de rasgos duros, de pelambre hosca, de corpulencia leñosa, vive agitado por la terrible energía de quien ya no tiene nada que perder, de quien se ha situado a sí mismo más allá de la vergüenza, de la simulación, hasta del interés. No se refugia, como otros, en el derecho a no responder ciertas preguntas, no elude ningún nombre, no retrocede ante ninguna imputación. Si otros se defienden declarando que se limitaban a cumplir órdenes, que no percibían nada ilegal en lo que estaban haciendo, si tienen la astucia de decir unos nombres y callar otros, él afirma retadoramente su disposición a actuar al margen de la ley, señala con el dedo y renuncia a las máscaras de la hipocresía y de la conveniencia para revelar así con más descaro la impostura de todos los demás, los que aún tienen cosas que perder.

No cuesta nada imaginarlo dotado de la saña forzuda de un Sansón dispuesto a sucumbir bajo un cataclismo de ruinas a condición de que otros sean arrastrados a la misma desgracia. Yo no sé si es consciente de que su fisonomía, la expresión de sus ojos, su propensión a sudar, agravan ante el público una estampa irremediable de villanía. No baja la cabeza cuando pasa delante de quienes fueron los suyos, aprieta las mandíbulas, sonríe como un ermitaño fieramente aislado del mundo, como si la vergüenza y la consideración de los demás hubieran dejado de importarle hace mucho tiempo.

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