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La presencia celtaFRANCESC ROCA

Los celtas vuelven a estar de moda. Lo prueba el relativo éxito de la música celta, la fama de Sean Connery (y de Richard Burton), los procesos de devolución de soberanía a Escocia y Gales con Oscar de Hollywood incluido, el principio de solución política de la lacerante cuestión de Irlanda del Norte, la persistencia de las reivindicaciones de Bretaña, y la (inesperada) eclosión de la moda, la literatura y los productos alimenticios gallegos. En realidad, la cosa viene de lejos. Tal como afirma Robert Lafont, "el romanticismo europeo está teñido de celtismo". Quizá porque Europa fue, antes del triunfo de Roma, casi por entero celta (y hubo un segundo periodo de esplendor en la Edad Media durante cinco siglos). Si Adam Smith, el padre de la economía moderna -el capitalismo industrial es una cosa importante que ha cambiado el mundo en un par de siglos-, era escocés, quizá podremos empezar a pensar que la presencia escocesa entre nosotros va en serio. La industrialización catalana del siglo XIX fue acompañada de un intenso debate filosófico que se saldaría con el triunfo de las ideas de la "escuela (escocesa) del sentido común". El carbón de las fábricas catalanas era galés (y el algodón, de Nueva Orleans). Uno se pregunta cómo se juntaron el carbón británico y el algodón del sur de Estados Unidos en la Cataluña del Llobregat. Pero esa es otra historia. Ideas y carbón aparte, no sería bueno olvidar la técnica. Por ejemplo, nuestra gran hilatura, la de la empresa Fabra y Coats es de patente (y de capital) escocesa. Can Fabra, que casi ha fabricado el Sant Andreu del Palomar moderno, una de las grandes barriadas industriales de Barcelona, es, en realidad, Can Coats. La independencia de Irlanda (como la de Noruega y, antes, la de Grecia) impresionó vivamente a algunos sectores de la sociedad catalana. Por ejemplo, Joan P. Fàbregas, que, como titular de la Consejería de Economía por la CNT firmaría el decreto de colectivizaciones de 1936, había publicado pocos años antes un interesante libro titulado Irlanda i Catalunya. Paralelismo político-económico. De Bretaña poco habríamos recibido si no fuese porque todos hemos leído algunos, o muchos, de los Voyages extraordinaires de Julio Verne. Y Verne, tal como nos descubrió hace unos años Jean Chesneaux en su Lecture politique de Jules Verne, sólo puede entenderse a partir de la idea de que era bretón. Verne fue un apasionado del mar, como todos los celtas, y en sus novelas simpatizó abiertamente con los individuos que desafiaban a los Estados (como el Capitán Nemo, o Robur, "el conquistador") y con los movimientos de liberación nacional de su tiempo. Como, por ejemplo, el de Irlanda (P"tit bonhomme) o el de Canadá (Famille sans nom). Pero la presencia celta más tangible en Cataluña es la gallega. Se trata de una presencia más importante de lo que pueda parecer. Por ejemplo, en la Feria de Abril de Santa Coloma de Gramenet se pueden distinguir cuatro espacios: los tenderetes de los inmigrantes (africanos con sus transistores, sus gafas de sol y sus esculturas de madera, andinos con sus muestras de artesanado textil, filipinos, etcétera), las casetas andaluzas y extremeñas, la feria de la cerveza centroeuropea y los pequeños recintos -o casetas- gallegos. Con sus pulpos, sus guisos, sus vestidos, su música, sus gaitas y sus bailes. En realidad, los cálculos que se han hecho sobre el volumen de la inmigración gallega en Cataluña son, tal como advierten sus propios autores, muy dudosos. Entre otras razones, por el carácter exogámico de la sociedad catalana (y la consiguiente proliferación de matrimonios mixtos) y por lo fácil que resulta integrarse en ella, en especial a partir de la segunda generación. Hace unos años se cifró en 400.000 -así, 100.000 más, 100.000 menos- la presencia de gallegos en Cataluña. No sé si contaban a los dependientes de una conocida cadena de tiendas de ropa de moda o de la gran carnicería de la estación de Barcelona-Sants, ni sé si incluían a los miles de cocineros y camareros de los centenares de restaurantes gallegos que, en cualquier momento, podemos tener al alcance de la vista, y del paladar. Tampoco sé si contaban los numerosos empleados o ex empleados de la vieja Compañía de Tranvías de Barcelona (hoy, empresa municipal de transportes), los taxistas, los porteros, los picapedreros, los fabricantes de chimeneas, los pequeños y grandes funcionarios del Estado, los profesores de instituto y de Universidad, los catedráticos, los policías. Incluso dudo que un detective privado con tanto éxito como Carvalho esté incluido entre los 400.000. En realidad, ese pariente pobre de Carvalho que responde al nombre de Vázquez no lo deja demasiado claro. Cuando viajó de niño a Galicia, la tierra de su padre donde todavía vivían sus abuelos, tuvo una duda: "em va semblar que havia arribat a la naturalesa més que als meus orígens" (Avui, 6-8-1997). La presencia gallega -y la presencia celta- no es, claro está, una presencia natural. Es la presencia de unas sociedades en las que las familias (y las empresas familiares) son importantes, en las que las técnicas (del hilado a la construcción, pasando por la gastronomía, la docencia y la escritura) son de una envidiable consistencia, y en las que las cosas esenciales de la vida -el trabajo, el dinero, la comida, la música, el mar- ocupan un lugar destacado. Francesc Roca es profesor de la Universidad de Barcelona y director de Nous Horitzons.

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