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El ciudadano trilingüe

La consejera de Cultura y portavoz del Gobierno Vasco, María del Carmen Garmendia, aspira -según declaró hace unos días- a conseguir una comunidad de ciudadanos trilingües, cada uno de los cuales dominaría, además del eusquera y del español, una tercera lengua. Garmendia es una ciudadana trilingüe, que ha ejercido como profesora de enseñanza media en una ikastola y posee una titulación superior en sociolingüística por la Universidad de Estrasburgo. En rigor, la sociolingüística no es una ciencia, sino la aplicación más o menos disparatada de ciertas nociones sociológicas y lingüísticas a la ingeniería social. En sociedades como la vasca, brotan tantos sociolingüistas como margaritas en mayo, cada uno de ellos con su ideal de ciudadanía lingüística y sus fórmulas infalibles para alcanzarlo: es decir, con un proyecto descaradamente político, que implica en todos los casos ciertas presiones incómodas sobre determinados sectores de la población. En principio, todo ideal sociolingüístico es arbitrario. ¿Por qué tres lenguas en lugar de una, dos o cuatro o más, y por qué precisamente ésas?: la única justificación posible estriba en el capricho de la consejera, que desearía moldear los comportamientos lingüísticos de los ciudadanos vascos a su imagen y semejanza. No hay duda de que Garmendia está encantada de haberse conocido y, sin duda, no le faltan motivos, pero de ahí a que resulte razonable troquelar lingüísticamente a toda la población vasca según su propio modelo dista un trecho.Se preguntaba recientemente Victoria Camps cómo podía armonizar CiU sus principios liberales con su decidido intervencionismo en materia de normalización lingüística. El problema es viejo y no tiene más que una respuesta posible: la que le dio Manuel Jardón en el título de un clarificador estudio sobre el caso gallego: La "normalización lingüística", una anormalidad democrática (Siglo XXI de España, 1993). En efecto, tales «normalizaciones» tienen un paradójico matiz de excepcionalidad política, porque implican discriminación entre los ciudadanos y, en consecuencia, suspensión del principio de isonomía, de igualdad de aquéllos ante la ley. Generalmente, los partidarios de la «normalización lingüística», que suelen ser los que viven de ella, aducen a esto que renunciar a imponerla equivale a aceptar sumisamente la imposición de otra «normalización»: la del Estado. Con independencia de que el propio enunciado de esta disyuntiva delate ya el sesgo nacionalista de los proyectos «normalizadores», cabe subrayar el hecho de que ningún promotor de los mismos ha mostrado jamás la mínima repugnancia ante la eventualidad de imponer sus soluciones, recurriendo a diversas formas de intimidación de la ciudadanía. En realidad, y esto vale tanto para el Estado como para los nacionalismos antiestatales, la única política lingüística democrática es la que deja en paz al ciudadano para que éste se exprese en la lengua que le apetezca. En otras palabras, la abstención de toda política en este ámbito. Existen otras políticas, pero no son democráticas.

Con todo, cabe asimismo señalar que, para los nacionalismos, el ideal de ciudadanía lingüística no tiene por qué coincidir -y, en la práctica, nunca coincide- con el ideal de ciudadanía, a secas. Y, menos que en ningún otro nacionalismo, en el nacionalismo vasco. Por eso sería absurdo tomarse en serio las ensoñaciones de María del Carmen Garmendia (no pretendo frivolizar: es evidente que sus fantasías de sociolingüista titulada tendrán -ya están teniendo- serias consecuencias económicas y sociales). Ahora bien, cumplir con el requisito de trilingüismo que la referida consejera exige de su ciudadano vasco ideal no es condición suficiente, y sospecho que ni siquiera necesaria, para gozar del estatuto de ciudadanía plena en la Comunidad Autónoma Vasca; es decir, para que no le discutan a uno su derecho a vivir en el País Vasco y a ejercer en él su profesión o dedicarse al dolce far niente. Uno (y es mi caso) puede ser sobradamente trilingüe sin que ello suponga un reconocimiento de tales derechos. Mi lengua materna y paterna es el español hablado en Bilbao, pero aprendí el eusquera siendo muy joven, por mi cuenta y sin que mi aprendizaje le costara un duro al erario público. Lo hablo razonablemente bien e incluso he llegado a escribir algún libro en vascuence, lo que no me exime de la imputación de antivasco por parte de los nacionalistas en general y de enemigo del eusquera, por parte de los «normalizadores», en particular. Un ejemplo reciente de esto último es El libro negro del euskera, centón de supuestos ataques contra la lengua vasca que acaba de publicar el franciscano Joan Mari Torrealdai, presidente del Consejo de Administración de Egunkari, diario que se publica íntegramente en eusquera gracias a la generosísima subvención que le asigna el Gobierno de que forma parte la susodicha Garmendia. Prescindo, de momento, de las ocho páginas de sandeces que el autor de la recopilación incluye como prólogo. Cuando me toca el turno de aparecer como responsable de alguna bellaquería preferida contra la lengua sagrada de la tribu abertzale, se citan mis siguientes líneas: «Jamás tuve por cierto aquello del Espíritu, del Genio de los pueblos. Si escribo en español, no es por Volksgeist alguno que, en el albor de España, fluyera entre las barbas del Cid Campeador. Detesto sobre todo a la canalla rancia que hace, de esta cuestión, cuestión de patriotismo...». Y aquí termina el párrafo. Contra lo que podría parecer, no está extraído de ninguna entrevista ni artículo. Se trata de seis versos, insidiosamente prosificados por Torrealdai, de un poema perteneciente a mi libro Arte de marear (Hiperión, 1988), en el que trataba de explicar a una querida amiga -la escritora Fany Rubio- mis razones para usar del español como lengua literaria. No hay en dicho poema la menor mención al eusquera, pero en esta política de la mala fe auspiciada por la consejería de la sociolingüista Garmendia todo vale. El libro del franciscano, por supuesto, se ha editado con la subvención de su departamento, toda vez que contribuye a la estrategia «normalizadora», creando el fantasma de una persecución secular del eusquera que debe ser resarcida por la vía de la discriminación positiva. No conviene engañarse al respecto: los papeles están ya repartidos, y a algunos se nos ha adjudicado el de perseguidores, por el solo hecho de escribir poesía en la lengua de nuestros padres. Lo del ciudadano trilingüe es una broma. La verdad del asunto no está en los solos musicales que practica, los días laborables, la portavoz

Garmendia, sino en las homilías dominicales de Arzalluz. Véase, por ejemplo, la coz que me dedica éste (Deia, 24 de mayo) a propósito de mi entrevista al historiador irlandés Conor Cruise O'Brien, defensor del no al tratado de Stormont, publicada por EL PAÍS el 20 de mayo: «Quédese, pues, Juaristi con sus bucles y sus foros. Dedíquese, con Mayor Oreja, a "meter en la cárcel a los terroristas", pero a los de "ambas comunidades", es decir, también a los del GAL. Si tan agobiado está en "la isla", como O'Brien, no se quejará Juaristi de que, como a su modelo irlandés, le falten fuera de la isla apoyos de premios, de páginas, de casas editoriales y de pluses económicos bajo el generoso manto de PRISA, en ese Madrid tan acogedor y tan aplaudidor del vasco domesticado, y en el que un ministro de Interior desciende a entregar premios de Literatura». No acierto a adivinar a qué se refiere el jefe del partido de Garmendia, pero sospecho que ni Cruise O'Brien ni yo le caemos bien. Creo, no obstante, que resultaría útil y ameno, en el sentido horaciano, publicar alguna vez la relación de premios de Literatura que ha concedido y entregado, en sucesivos descensos, la consejera de Cultura y sociolingüista estrasburguesa del PNV, doña María del Carmen Garmendia. Alguna vez lo haré (y no es una amenaza).

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Jon Juaristi es escritor.

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