La antipolítica
¿Por qué los españoles, si consideran mejor su situación, aprecian tan poco el quehacer político y a los políticos? ¿Cómo se explica que el Gobierno, en la cresta de la ola económica, con la paz social razonablemente garantizada, éxitos rotundos en la lucha antiterrorista y mejora sensible en algunos servicios públicos fundamentales, siga en empate técnico con la oposición, un punto abajo, dos puntos arriba? Que la ola tenga un tanto de espumosa, haya síntomas de inquietud social, los éxitos policiales no lleven a solución definitiva alguna y haya mucho que mejorar en los servicios públicos no basta para explicarlo. Y el misterio es aún mayor si se tiene en cuenta la pasión que el principal partido de la oposición, el PSOE, pone en amortizar a toda prisa los triunfos cosechados ante la opinión con el renovador proceso de primarias dedicando toda su energía a cuestión tan trascendente para la historia nacional como la candidatura de Cristina Almeida a la Comunidad de Madrid. ¿Qué mejor y más atractivo objetivo podrían encontrar para centrar su atención y la de la ciudadanía española? ¿Cuál es el oscuro interés, biliar o gástrico más que cordial o cerebral, que puede llevar al Partido Socialista a querer perder?La perplejidad que un hipotético politólogo persa sentiría ante tamaña insensatez creo que podría encontrar solución en la interpretación siguiente. Muchos políticos españoles han confundido el objeto de su actividad. Creen que la política es conflicto cuando en realidad debiera ser componenda. Por la simple razón de que consideran que hacer política no es servir, sino mandar, y, como son varios, compiten por quién manda sin prestar demasiada atención a lo que se manda. Es la política pura. De ahí, que uno de sus analistas de Corte pusiera el otro día la cruenta Campana de Huesca como paradigma del buen hacer político. La política pura es, pues, la de la tierra quemada. Ahora bien, la ciudadanía española está harta de conflictos y, por ello, aun cuando aprecia una mejoría objetiva de su situación, no valora demasiado ni a sus dirigentes, que, en el mejor de los casos, rayan el aprobado justo, ni a las fuerzas e instituciones políticas.
La vocación de los políticos españoles por el conflicto parece ya una pesadilla. Los coligados de hecho y aún de derecho en Euskadi, Cataluña o las Cortes Generales no dejan de hacerse recriminaciones. Los socialistas, capaces, primero en un congreso y después en unas primarias, de alcanzar una situación, democrática en el procedimiento e integradora en la forma, se enfrentan públicamente después por lo que, a todas luces, parecen trivialidades impropias de gente adulta. Y el Gobierno de la Nación ha decidido hacer del conflicto, o al menos de la retórica conflictiva, su actividad preferida. La política europea se cifra en el gesto adusto. La urgente tarea que debiera ser la pacificación, en la política policial -meritoria y plausible, pero insuficiente- y carcelaria. La política autonómica, en la negativa de principio, aunque ésta no vaya más allá de las urgencias vespertinas del Congreso de los Diputados. La vida parlamentaria, en el desplante. La relación con importantes medios sociales, en la chulada. La confrontación se torna persecución por la vía de la judicialización, y ejemplos candentes hay de ello. Si la política se define como el arte de lo posible, parece que estamos en la ardua senda de hacer imposible lo deseable e incluso lo indispensable.
Porque es indispensable negociar en todos los frentes internos y externos. Con las instituciones sociales, la oposición política, las fuerzas marginadas y los consorcios europeos. Pero también en el interior de los propios partidos, para que el aparente monolitismo more staliniano de los partidos españoles no sea -y así lo está mostrando el PSOE- un tinglado tan rígido como endeble. Por eso lo que pasa por política exitosa, y no hay cronista que, aun considerándola poco ética, no la elogie como recta política, es en realidad antipolítica. Y así lo estiman los ciudadanos.
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