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Si hubieran escuchado a Casandra

Soledad Gallego-Díaz

Una empresa anglosajona de asesoramiento económico se anuncia con este lema: "Ay, si los troyanos hubieran escuchado a Casandra". E insiste: "Algunas veces, la gente no quiere oír a asesores muy dotados, ignora los portentos y arriesga todo a un caballo de madera". La misma idea recorre un libro de la escritora Barbara Tuchman, La marcha loca de la historia: en muchas ocasiones, los responsables de un país han adoptado peligrosas decisiones equivocadas, pese a haber recibido a tiempo información y asesoramiento de su propio entorno que les impelía a actuar en otro sentido. Un antiguo secretario de Estado norteamericano en plena guerra fría, Edmund Muskie, explicó una vez que lo que le quitaba el sueño era la posibilidad de interpretar de forma equivocada alguna señal: una vez adoptada una respuesta incorrecta, el proceso era imparable, porque la parte contraria entraba en la misma dinámica. "Y aunque nos demos cuenta de que todo ha partido de un error, ya no existe otra posibilidad que seguir adelante". Muskie, que era hombre culto, pensativo y triste, duró poco al frente de la secretaría de Estado.Es posible que dentro de algunas décadas La marcha loca de la historia incluya un capítulo dedicado al Gobierno israelí de Netanyahu: tuvo información y asesoramiento para adoptar decisiones correctas y optó por las equivocadas. Básicamente, optó por estrangular la economía de los territorios administrados por la Autoridad Palestina y llevó la desesperanza a sus habitantes y la irritación a sus propios socios comerciales, por ejemplo, la autoridad europea, a la que reiteradamente ha pretendido ignorar.

Desde hace meses, la UE intenta conseguir que Netanyahu autorice la apertura del aeropuerto de Gaza, financiado con dinero comunitario (Alemania, por ejemplo, pagó los radares y ordenadores; España, todo el material móvil, que se pudre ahora en los hangares). El Gobierno israelí esgrime razones de seguridad para impedir su inauguración, pero hasta los países más amigos de Israel saben que la razón es económica: Netanyahu no sólo quiere que quien visite Gaza tenga que pasar antes por el aeropuerto Ben Gurion, sino que, sobre todo, está decidido a que las exportaciones palestinas dependan de intermediarios israelíes. Funcionarios europeos han denunciado que los palestinos, desesperados por no poder comerciar libremente, entregan sus mercancías a súbditos israelíes, que fijan el precio, y luego venden esos productos a la UE, con la etiqueta "Estado de Israel". La vía aérea -o el puerto marítimo, cuya primera piedra colocó Jacques Chirac y que también está paralizado- supondría la posibilidad de sortear los férreos controles comerciales israelíes.

Muchos dirigentes europeos empiezan a pensar que Netanyahu hace una interpretación abusiva de las motivaciones políticas. El Gobierno israelí protestó cuando el Tribunal de Estrasburgo pidió que se investigara un fraude de libro: Israel exportaba a Europa (sin arancel, tal y como establece el acuerdo aduanero que le ofreció la UE) cantidades ingentes de zumo de naranja que, lindamente, compraba antes en Brasil. Ahora, las protestas por acoso político llegan porque la Comisión ha detectado que también exporta con la etiqueta "Estado de Israel" productos elaborados en los asentamientos judíos en territorio palestino, territorios cuya anexión Europa nunca ha reconocido.

Hasta ahora, y dada la carga política que Tel Aviv da a todo lo que le afecta, la UE ha aceptado discutir discretamente esos contenciosos, puramente comerciales, y olvidar la exigencia de transparencia que impone a otros países. Probablemente, ya es hora de tratar a Netanyahu como a cualquier otro socio y explicar a los europeos que Israel no sólo no escucha -lo que es su derecho soberano-, sino que, además, comete fraude comercial, lo que no lo es.

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