Lars von Trier crea en "Idiotas" una audaz y durísima metáfora de la Europa del malestar
El cineasta danés y su colega Thomas Vinterberg lanzan un código de "castidad artística"
En 1995, tras los cuatro años de agotadora elaboración de Rompiendo las olas, el danés Lars von Trier y su colega Thomas Vinterberg se juramentaron en su manifiesto Dogma para hacer una especie de voto de castidad artístico que les convierte en aspirantes a monjes cineastas de estricta moral ascética. Vinterberg ha traído este año a Cannes Celebración, que se atiene a lo prometido y es intensa, pero poco creíble. En cambio, para gente como Lars von Trier los códigos se escriben para ser vulnerados y su filme Idiotas pulveriza aquel automandato. Es un cineasta de genio y cuando se pone detrás de una cámara reinventa el cine y hace trizas cualquier ley. Idiotas es una metáforma de enorme energía subversiva, que abre en canal las tripas de la Europa del malestar que se nos viene encima.
Idiotas es fiel a dos de los puntos básicos de Dogma 95: abandono de las reglas del rodaje convencional y destierro de la impostura del cine de autor, en cuanto que falsea una creación colectiva haciéndola pasar por autoría individual. Basta oír el relato del proceso de elaboración del filme en boca de la decena de prodigiosos intérpretes que lo dan carne para percibir que Trier cumplió su palabra: todos tienen conciencia de haber vivido una aventura creativa conjunta.Pero que el ascetismo de Trier llegue al punto de no dar cuenta en los títulos de crédito de su función de director del filme (actitud desmentida por su presencia aquí) tiene un disparatado toque de coquetería vuelta del revés e incluso de megalomanía disfrazada de humildad. Es de recibo -y muy saludable en el viciado envanecimiento que padece el mundillo de los directores engreídos, que abundan como las setas- su restitución al actor del reconocimiento de que su tarea es la cumbre de toda verdadera ficción cinematográfica, pero no lo es fingir que deja en el anonimato al conductor de la mirada de la cámara, sin el que el reparto que da vida a la ficción se desmoronaría.
Lo cierto es que esta simulación de Trier encubre una verdad: fabulador, director e intérpretes trabajaron colectivamente en estado de trance y de libertad absoluta, con mínimos medios y máximo rendimiento imaginativo, para sacar a la luz «el idiota que todos llevamos dentro», como dice un personaje, y representar la conmocionadora historia de un grupo humano apiñado, de una comuna de «débiles», que es como se autocalifican, gente huida como de la peste de la sociedad del bienestar, que perciben como sociedad del malestar. La metáfora es de largo alcance, un poema de feroz realismo y de inquietante verosimilitud sobre la libertad que, ejercida sin límite por idiotas fraternales, se convierte en un foco de subversión inaceptable para el mundo envolvente de los listos.
Dice Trier: «Los actores no interpretaron, vivieron la película». Y poco a poco, libérrimamente, fueron trazando las líneas interiores de la cartografía de un pequeño universo sin propiedad privada ni instinto de acumulación, es decir: sin idiotez económica; una forma de relación personal donde no existen fronteras entre el deber y el derecho, es decir: sin idiotez jurídica; un ámbito de disfrute, de juego y de sexo sin celdas opresoras ni territorios sagrados, es decir: sin idiotez moral; un hábitat apacible donde no entra el concepto de jerarquía ni la tentación de poder, es decir: sin idiotez política. «Nada más hermoso me ha ocurrido que ser un idiota que vive con otros idiotas», dice un personaje, que así desvela a la idiotez como metáfora de la lucidez.
Nada nuevo: la vieja utopía libertaria en estado químicamente puro, pero rescatada por una veintena de pacíficos daneses con inmensa capacidad de convicción y, más desconcertante, con un lenguaje cinematográfico tan audaz y libre como la soñada libertad que captura y que convierte a la película en un espejo corrosivo, durísimo y demoledor de la Europa no idiota, pero apresada por una maraña de idioteces jurídicas, políticas, económicas y morales. El vapuleo que dan a nuestra normalidad esta pandilla de anormales es memorable: el explosivo resumen en poco más de una hora y media de más de 130 horas de imágenes tomadas cámara en mano sobre improvisaciones de los asombrosos intérpretes, procedentes de los teatros de Copenhague, que bucearon dentro de sí mismos para hacer aflorar este magnífico idiota que todos los no idiotas llevan escondido dentro.
Tan singular metáfora repelará a los más y entusiasmará a los menos pero no dejará indiferente a nadie. El penetrante estilo de realismo documental de Trier hiere o acaricia pero no resbala. Su formidable energía se lo impide.
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