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Gestión en venta

JULIO A. MÁÑEZ Es muy probable que el extraordinario dinamismo viajero del señor Zaplana en el ejercicio de sus deberes de representación institucional esté en el origen de ese espejismo que le lleva, cuando recala en Valencia, a asombrarse de que sus esfuerzos y los de sus consejeros no sean recibidos precisamente con lo que se llamaba antes un entusiasmo indescriptible en las notas de prensa de inserción obligatoria. Ante la evidencia de que la respuesta a tanto despliegue de actividades es más bien la atonía, cuando no el escepticismo atónito, nuestro presidente no ha tenido otro remedio que convocar a sus escuadras para instarlas a difundir por esos mundos un rosario de éxitos que habían pasado injustamente desapercibidos para sus presuntos beneficiarios. Se trata, una vez más, de vender, ahora de vender comunidad a sus propios ciudadanos, un tanto como el jefe de escalera que comparece con lo puesto ante la asamblea de vecinos y se queja amargamente del desapego que obtiene a cambio de una gestión que tantos quebraderos de cabeza le ocasiona. El asunto es que la gestión que requeriría de un esfuerzo suplementario para ser colocada en el mercado de la opinión se vende más bien sola, sobre todo entre aquellos numerosos sectores de población que la sufren más directamente. Así, y sin necesidad de parecer exhaustivo, al consejero de Sanidad le va a resultar difícil vender cosa distinta a una improbable vacuna contra la hepatitis entre las víctimas reales y potenciales del famoso plan de choque como panacea para los problemas de la sanidad pública, no vaya a ser que los trastornos hepáticos se conviertan en cosa de pocos años en la enfermedad de mayor incidencia entre nosotros y tengamos para siempre una comunidad malhumorada, por lo mismo que tal vez debería esmerarse en explicar con todo lujo de detalles en qué consiste exactamente el entramado de intereses que recorre los oscuros pasadizos del flujo entre la sanidad pública y la privada. Tampoco parece cosa de mercadillo colocar a la primera mercancías como la idoneidad de los familiares próximos para ocupar los cargos públicos, la conveniencia de que altos mandatarios políticos prefieran ocultar la opacidad de suculentas cuentas privadas, o la afición de algunos a hacerse construir segundas residencias mediante procedimientos que acaso nuestro Gobierno desaconsejaría injustamente al resto de la población. Esa dificultad, en fin, se extiende a aspectos como la regañina a RTVV por su persistencia en albergar a peligrosos socialistas, esos perdedores infiltrados, o la propensión a confundir el soporte institucional a la cultura con la inauguración de macrobarracones de feria. Así las cosas, y puesto que de vender imagen se trata, lo primero a gestionar es la imagen más atractiva de la gestión propiamente dicha. Esa sí es tarea de gigantes, que tal vez no puedan realizar por sí solos ese animoso dúo dinámico de los 90 que forman Julio Iglesias y Eduardo Zaplana. No por ello hay que desdeñar ese pionero esfuerzo, antes al contrario, estamos ante un modelo de eficacia susceptible de obtener grandes rendimientos locales. No me refiero al horror de traer otra vez por aquí al calvorota bronceado. Pero, ¿qué tal si Rosita Amores amenizase las comparecencias de Consuelo Ciscar, El Titi precediera las intervenciones del señor Olivas, y el hermano pequeño de Francisco animase con los compases de La Maredeuta la enérgica tristeza del señor Farnós? Sería una campaña más nuestra. Más nuestra y más barata.

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