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Los zapatos

He leído en alguna parte que el ser humano, en sus adivinados orígenes, iba descalzo y el zapato ha sido un hecho cultural antes que una necesidad. Desde los primeros pasos comienzan a endurecerse las plantas, adaptadas al medio entorno. Suponemos que la escasa población de nuestro planeta vivía en lugares de clima benévolo, y trashumaba sabiamente, rehuyendo los rigores y los catarros que trae el frío. Tendencia observada entre los rentistas británicos, que les lleva a invernar en Niza y aconseja a nuestros contemporáneos la residencia en Villajoyosa o Fuengirola. Las esculturas griegas y otras representaciones antropomorfas anteriores a los etruscos y romanos muestran los desnudos pinreles de los famosos de la época. La sandalia egipcia era un complemento ornamental, unas hojas de palmera o de papiro coloreadas y alhajadas. La perseverante capacidad del hombre y la mujer por complicarse la existencia se demuestra, entre otras cosas, echando un vistazo hacia abajo para reflexionar, sin excesivo esfuerzo, acerca de la historia y evolución del calzado.Cristóbal Colón comprobó que la población indígena que le aguardaba no tenía necesidad de resguardos ambulatorios: moraban en el paraíso que, tiempo después de haberles sido arrebatado, iba a desordenar El Niño, sin que sea averiguar por qué. Las razas hiperbóreas con afán expansionista no tuvieron más remedio que cubrirse con cueros, trapos, y quizá ello les inclinara a la aberración de beber la cerveza caliente y destilar alcoholes para reanimarse. En aquellas latitudes debió nacer el calzado en su vertiente utilitaria, echando mano de las pieles de vaca, de becerro, de cabra o de conejo para abrigar las canillas. Las damas pronto descubrieron el paño, el castor, la pana, el terciopelo, el raso, el tisú de plata y el de oro. Pura presuntuosidad.

Los basamentos delimitan y definen las clases que, en eras pretéritas, diferenciaba, precisamente, el avío indumentario. Abarcas, borceguíes, madreñas y, más tarde, la alpargata funcional quedaron en el sector menesteroso. Los bípedos pudientes se beneficiaron de la imaginación siempre menos fértil hacia los varones y desbordante para calzar el breve y lindo pie femenino: el escarpín, los chapines, las chinelas y las sandalias de finas y largas correas son hitos del ingenio de zapateros y talabarteros. Es preciso aguardar hasta el siglo XVI para descubrir el tacón, ortopédico procedimiento interino para elevar la estatura. El hombre se contenta con las botas, que llegan a sobrepasar las rodillas, defienden las piernas del jinete, y dan en el botín abotonado, y las de elástico, tan sorprendentemente criticadas en el primer presidente de la II República, don Niceto, apodado El Botas. Así, llegamos a la penúltima generación, el zapato, con botines de lana, paño o piqué.

Como paseante en corte, observo las mutaciones que padece nuestra ciudad, el ocaso de unas cosas, la transformación de muchas y el resurgir de otras. En decadencia: las mercerías; las papelerías, que despachan objetos de escritorio, cuya extinción sigo de cerca; las panaderías de barrio; los estancos y otros comercios, hasta ayer florecientes. En alza provocativa: las joyerías; la expendeduría de productos de belleza unisex; las academias para aprender inglés, sin necesidad de saber el castellano, y las zapaterías, especialmente las lujosas. Una actividad donde cayeron altas torres que los ancianos recordamos: los Calzados Sagarra, La Imperial, tímidos emporios. Sobreviven Los Petits Suisses. Viejas y nuevas marcas registradas abren suntuosos locales, no sólo en el barrio de Salamanca, sino en los periféricos, marcando un distanciamiento con los dedicados a la zapatilla deportiva, la bamba universal, de precio moderado, pero donde también se singulariza una aristocracia exquisita, especializada y carísima.

Acabo de ver, en algunas vitrinas de la calle de Serrano, la suntuosa variedad de materiales exóticos: vuelven las pieles de canguro, serpiente, pecarí, foca y lagarto, no fabricados por encargo o a la medida. Curioso: son más costosos los de hombre. Unos, de cocodrilo auténtico, se anuncian al precio de 95.000 pesetas. Los hay más baratos; de piel no especificada, 89.900. ¿Hasta dónde es posible ir con ellos? ¡Ah!

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