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La bomba de los pobres

PEDRO UGARTE Durante la juventud de mi generación, el imaginario de la miseria venía inspirado por la India. La literatura, el cine, quizás también esa intrahistoria de la que hablaba Unamuno, nos recordaban, sin embargo, cómo en las décadas anteriores ese papel había pertenecido a China. Nuestros padres, en las voluntariosas (tal vez inútiles) cuestaciones colegiales siempre ayudaban a los chinitos. Pues bien, a nosotros nos tocó ayudar a los indios. Había en aquellas movilizaciones colegiales una parte de ingenua conciencia solidaria pero también una parte de demoníaca culpabilidad. Nosotros éramos afortunados, muy afortunados. Siempre se nos recordaba esa evidencia en los colegios de la burguesía vasca (al menos en los religiosos; quizás en los privados se preparaba ya a la gente para el furioso liberalismo de hoy en día). Los aires de progresía que soplaban por entonces afectaron también a la docencia, y acabaron por traer sobre nosotros una especie de nueva conciencia del pecado: no sólo éramos afortunados, en insultante comparación con los niños de otros continentes, también éramos culpables de lo que a ellos les pasaba. La imagen de la indigencia, en aquella juventud, se ilustraba con las calles de Calcuta. La India parecía un interminable páramo de pobreza, mientras nosotros estábamos aquí, bebiendo cocacolas, jugando al fútbol, aprendiendo a besar. El Tercer Mundo era una comarca remota que denunciaba la opulencia de los países capitalistas (sorprendentemente, nada tenían que ver en todo esto las democracias populares) y que denunciaba también nuestra diminuta opulencia: la de niños que compraban golosinas, coleccionaban cromos y veraneaban a sus anchas (sí, entonces se veraneaba, no como ahora, que sólo se cogen vacaciones). Y sin embargo, con el tiempo, la India se convirtió en una potencia nuclear. Ahora llega la noticia de que su Gobierno ha realizado, en un tiempo de general restricción en este lúgubre deporte, nuevas pruebas atómicas en el desierto de Pokhram. Esto no ha gustado en ninguna parte, aunque la prensa hindú, muy al contrario, se haya henchido de orgullo nacional. Ha pasado el suficiente tiempo como para que la culpabilidad, en la sociedad europea, no se atenúe, pero al menos se racionalice hasta el punto de hacer nuestra realidad algo soportable, una consecuencia de remotas leyes económicas donde el 0,7% juega a descargar las conciencias. Y sin embargo cansa la pesada culpabilidad de Europa ante tanta miseria repartida por el mundo. Hay algo intolerable en esas opiniones que pretenden seguir haciendo a los occidentales literalmente culpables de todo lo que ocurre en el planeta, como si la responsabilidad política fuera un mero atributo de las democracias avanzadas y no rozara en un ápice a Fidel Castro, Gaddafi, Kim-Il-Sung u otros benefactores del planeta. Luchar por los derechos de los ciudadanos de países lejanos supone luchar también por el reconocimiento de sus obligaciones. Al margen de las injusticias del comercio internacional y del más atroz capitalismo, alguien tendrá que pensar también en la responsabilidad de los gobernantes del Tercer Mundo a la hora de analizar su situación. Si había algo estremecedor en las pruebas atómicas cuando las perpetraban Francia o Estados Unidos, resulta más sangrante comprobar cómo en India o China conviven la muerte por desnutrición y la ingeniería nuclear. Al torpe discurso tercermundista habría que recordarle ciertas cosas: entre otras, que aquellos niños de infancia torturada por la exposición audiovisual del hambre nunca invirtieron sus ahorros en financiar las poderosas armas de los países pobres. Y que en esos países los políticos son también responsables de sus actos. Y responsables de la miseria. Y de la maldita bomba.

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