Eurofuror hispano
SEGUNDO BRU Jacques Rueff -en frase a menudo atribuida a uno de los santos padres europeístas, Jean Monnet- afirmaba en fecha tan temprana como 1953 que "Europa se hará por la moneda o no se hará". Casi medio siglo ha transcurrido para que podamos por fin asistir a la última fase del proceso que concluirá en julio del año 2002 con la desaparición de las monedas nacionales en los once estados miembros de la Unión Europea que reúnen las condiciones necesarias y también la voluntad de poseer una moneda común, el euro. Lo cual, pese a la familiaridad con la que ya contemplamos este hecho futuro pero inevitable, no deja de ser sorprendente puesto que -dejando al margen todo el complejísimo entramado técnico que comporta y el esfuerzo realizado para alcanzar las condiciones precisas para la convergencia- se trata de la desaparición de un símbolo íntimamente unido a la propia esencia del Estado, la moneda, que siempre ha sido considerada como uno de los atributos clásicos de la soberanía. En el caso español se trata de la humilde y modesta peseta -tampoco es preciso degradarla innecesariamente, como hizo el narcisista Aznar para resaltar su personal e intransferible éxito con el potente euro, y denominarla "pesetilla"- que sobre todo para nosotros los valencianos y para nuestros parientes del Norte debería tener un valor histórico sentimental añadido puesto que el término peseta proviene inequívocamente, aunque Moll se lo discuta a Corominas, de la voz pesseta (a su vez diminutivo de peça) con que se conocía a una pieza pequeña de plata acuñada por nuestro rey, el archiduque Carlos, que fue usada hasta que el vencedor Felipe V, en su política uniformadora, prohibió en 1711 que circulase. Pero no pudo impedir el uso del nombre y así, en una cierta venganza etimológica, se comenzó de forma generalizada a denominar como peseta al real de a dos provincial, perdurando la denominación hasta que el gobierno revolucionario de 1868, por obra del ministro Laureano Figuerola, catalán y sin embargo librecambista, aprovechó la ocasión para que España se pusiese "en línea con el extranjero", en palabras del profesor Sardá, haciendo de la peseta la unidad monetaria española, basando su valor simultáneamente en una equivalencia de oro y plata e introduciendo, de paso, la división de sus fracciones según el sistema métrico decimal. No deja de ser una cierta paradoja que algo que nació para modernizar el sistema monetario español, aproximándolo al de los países de su entorno mediterráneo, tenga ahora que ser sacrificado en aras a un objetivo similar, aunque de magnitud y contenido muy superiores. Pero lo que a mí particularmente me deja perplejo es la indiferencia con la que asistimos al obligado y necesario sepelio de nuestra venerable peseta puesto que, a tenor de una reciente encuesta realizada en todos los países miembros de la Unión, los españoles ocupamos el primer lugar en la valoración del euro otorgándole una puntuación de 3,77 puntos sobre 5, al tiempo que el 70 % estamos de acuerdo en reemplazar la peseta por el euro y sólo el 28% se declara orgulloso de la peseta, mientras que, por ceñirnos al ámbito ibérico, más de la mitad de los portugueses -según el semanario Expresso- prefieren que continúe en circulación su moneda nacional, el escudo, frente al euro. ¿Más europeos que nadie? Unos desalmados, eso es lo que somos.
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