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51º FESTIVAL DE CANNES

Arturo Ripstein alegra con un deslumbrador esperpento una paliza de cine triste y sombrío

Paco Rabal y Kathy Jurado bordan un eminente dúo en "El evangelio de las maravillas"

En las salidas de las salas, caras patibularias. Fúnebres sesiones de cine sombrío se suceden en este festival como estacazos de una reyerta entre estetas pesimistas. El gafe del fin de milenio se adueñó de La Croisette y el otros años nutritivo desfile de pechugas puntiagudas se arrugó en una huelga de tetas caídas. Ayer nos dieron la paliza un chino sórdido y disuasorio y un francés somnífero y lúgubre, que convirtió la pantalla en un sudario. Pero de México llegó El evangelio de las maravillas y Arturo Ripstein nos hizo respirar aire libre de cine lleno de vivificadoras resonancias de Ramón María del Valle-Inclán, Juan Rulfo y Luis Buñuel. Fue el amanecer de una pesadilla.

El chino disuasorio se llama Tsai Ming-Liang y su película, El agujero, es exactamente eso, un lóbrego tedio indescriptible. Y lo peor es que el chino disuasorio no tiene ni un pelo de tonto, conoce su oficio a la perfección e incluso es un refinado escultor de imágenes inquietantes, que ya ganó con torturas parecidas importantes premios en Berlín y Venecia. Su nuevo apocalipsis casero es de los que invitan a huir despavoridos del silencio de los cines en busca de la ruidosa tranquilidad de las discotecas y sus dulces broncas. Repetirá premio y los viejos enamorados de este gozoso espectáculo multiplicaremos nuestro rencor contra este azote del disfrute de mirar.El cine de ahora se mueve por oleadas. A la de las catástrofes siguió la de las estrellas en cueros, a ésta la de las dulzuras de la familia, a ésta la de los asesinos errantes en busca de nucas que reventar, a ésta la de los bichos informáticos y a ésta la del sentimentalismo de destilería lacrimógena.

Metáforas

Ahora la demanda del nuevo milenio comienza a llegar en forma de oleada de metáforas de apocalipsis, unas veces disfrazado de virus mortal, como es el caso del chino disuasorio, otras disfrazado de epidemia de peste pederasta, vulneradora de niños, como es el caso de La lección de nieve, película donde el francés Claude Miller, también disuasorio y por tanto también premiable, emprende un sagaz esfuerzo de cine tautológico consistente en hacer roncar a los muertos, cosa que -si exceptuamos al colombiano Víctor Gaviria en La vendedora de rosas y al británico Ken Loach en Mi nombre es Joe - se ha repetido hasta la náusea en esta primera semana de Cannes 98, en la que los ronquidos han convertido a la Costa Azul en zona de alta contaminación acústica.Estamos aquí metidos de lleno, como se ve, en territorios del cine considerado no como arte, sino como patología. El evangelio de las maravillas no escapa -ni quiere escapar: todo lo contrario, lo busca sin disfrazarse hipócritamente de metáfora- el toque milenarista, el enganche directo a la rocambolesca farsa bíblica del derrumbe final del mundo. Pero, por un lado, la película no compite, sino que viene de alegre intrusa; y, por otro, Arturo Ripstein es un astuto maestro de la tragedia irónica, del viejo esperpento ibérico, y cumple en este poderoso filme, que revienta de vigor, de desgarro, de alma y de sorna, aquello que Luis Buñuel, su maestro, anunció (y cumplió con creces en este anuncio) que haría con su discípulo: «Algún día diré una frase célebre sobre Arturo Ripstein que hará temblar al misterio».

Tiembla, ciertamente, el misterio dentro de las tripas de esta loca, libérrima, adorable y admirable película iconoclasta hasta los tuétanos, hecha en forma de retablo de estampas tiernas y blasfemas, de dura, a veces terrible y siempre gozosa irreverencia. Un precioso ejercicio de feísmo donde el genio de Kathy Jurado y Paco Rabal se sale de la pantalla, se burla de sus sombras, devuelve el cine al cine, y todo alrededor de ellos, por oscuro que sea, estalla de luminosidad, de talento y de gracia. Es casi la palabra hecha imagen y convertida en cine esponja, capaz de absorber nada menos que los universos literarios de Valle-Inclán y Juan Rulfo y prolongarlos, revivirlos, lo que aclara algo de ese misterio de que habló Buñuel y hace de El evangelio de las maravillas lo único realmente bello que se ha visto hasta ahora en este festival apuntado a lo siniestro.

Y apuntado a la vaciedad de la retórica con que encubre su incompetencia profesional el estadounidense Terry Gilliam en Paranoia en las Vegas ; al hueco pesimismo con que encubre su oportunismo el avispado chico de laboratorio informático, el campanudo australiano Alex Proyas en Dark city ; a la acartonada idea del desmoronamiento de la institución familiar con que el gran hombre de escena Patrice Chéreau encubre su pequeñez como escritor de Los que aman.

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