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Reportaje:

«Hasta que muera, quiero ser alguien que no miente»

El escritor Eduardo Haro Tecglen acaba de publicar "Hijo del siglo", crónica de la memoria de un periodista

Mediodía en la penumbra del bar del madrileño hotel Palace. La figura noble y alta de Eduardo Haro Tecglen (Pozuelo de Alarcón, Madrid, 1924), sus ojos maliciosos. Acaba de publicar Hijo del siglo (El País-Aguilar), que sigue a aquel primer libro de recuerdos, El niño republicano, que tanto se leyó. Al pedirle la cita, por teléfono, le dije que esta entrega de su vida me ha gustado aún más, pero su respuesta -un dubitativo «¿tú crees?»- me envió a releer el anterior. Y al hacerlo comprendo que prefiero los dos porque ambos se complementan. El primero establece la patria moral, la mirada laica; el segundo desarrolla, desde ese lugar del pensamiento y la sensibilidad, su visión de este siglo que acaba. De este mundo.Antes de empezar a hablar en serio, de perros, de esa bellísima historia de Aixa la Ojos y del cementerio tangerino de perros con la que se abre el libro, charlamos, informalmente, de alimañas. Es decir, de quienes le insultan, de quienes le atacan creyendo que pueden ofenderle. Irónico: «Quién nos hubiera dicho que, en democracia, los fascistas iban a reivindicar la libertad de expresión». Comenta, con divertida perplejidad, la carta que el director de Radio Exterior, Alejo García, le envió para comunicarle su cese, después de 18 años de colaboración: «Me escribió diciendo "tu artículo pidiendo la supresión de la radio pública me ha incomodado". ¡Un cese por incomodidad!»

Primer párrafo de Hijo del siglo: un perro, Dios, Ginger Rogers y Fred Astaire... Y todo liga. «Eso es típico de periodista», dice. Y de la crónica, que es lo que él escribe, que es lo que reivindica en el prólogo, a la memoria del cronista silenciado por la derrota que fue su padre. ¿Ha cambiado la forma de hacer crónica, a lo largo del tiempo? «Ha dependido del medio en donde trabajaba. En Triunfo, por ejemplo, tenía que llenar folios y folios. Ahora tengo que hacer equilibrios para la columnita chiquitita de EL PAÍS. Aparte de eso, es el mismo trabajo siempre, el de escritor de periódicos. Que es lo que yo soy. Los libros salen a saltos, a trozos, del pensamiento de periodista. De que hay un tema que se te agota a las equis líneas y saltas a otro. Tú oyes siempre, por dentro, la voz del director, del redactor-jefe. Y cambias de tema».

Memoria de Tánger

Tánger, los muchos amigos, los escasos pero ridículos enemigos, Madrid, soñada y libertaria y republicana, traicionada. Tánger, de nuevo, con los Bowles, Tennessee Williams, Emilio Sanz de Soto, Barbara Hutton... Leyéndolo, le digo, Tánger me ha parecido la ciudad seductora y turbia de El cuarteto de Alejandría. «Así es, así es. Nosotros, los europeos, vivíamos en medio de la injusticia en la que sobrevivía la mayor parte de la población musulmana. Nos sentábamos a tomar un whisky y veíamos pasar a los mendigos, descalzos. Es ese tipo de horrible injusticia que permite que una serie de personas viva con un sentido de la libertad absoluta. Los exiliados, sobre todo los exiliados del puritanismo, de la sexualidad... Vivir sobre esa pobreza, como en El cuarteto de Alejandría, sí».Hay, en Hijo del siglo, hallazgos geniales de la memoria de este hombre que se niega a hablar de que escribe memorias y que afirma que se desmonta a sí mismo mientras relata utilizando material de derribo. Por ejemplo, la sorprendente revelación de que a Franco le gustaban mucho los periódicos, concretamente Arriba -faltaría más-, para envolverse en ellos debajo del uniforme y protegerse, así, del frío. Eduardo y yo convinimos en lo grotesco de descubrir que el dictador tenía el mismo hábito que los pobres. Elegía periódico, eso sí. Otro momento divertido del libro: descubrir que Nietzsche -que también era músico- era un forofo de la zarzuela La Gran Vía.

Ciudad de la libertad

La Gran Vía, una calle de la que se declara casi contemporáneo. Y Madrid, una vez más. «Para mí, es el Madrid republicano, que coincide con mi infancia, con un niño que recorría Madrid en uno de esos autobuses de dos pisos, subido a la imperial. La guerra, las banderas republicanas. Donde se corre a la Puerta del Sol, a recibir a la República. Una ciudad donde, para mí, aparece la libertad. Chamberí, una bandera republicana escondida bajo el colchón, mi madre sacándola en 1931. Y también la guerra civil, cuando llegan los fascistas, cuidado, aquí no, cuidado...».Recuerdo, de pronto, el capítulo de su anterior libro, en el que hablaba de cómo los madrileños que huyeron a Valencia -paripés entre gobernantes y otros exquisitos, al cruzarse en los pasillos del hotel Londres- trataban a los valencianos. «Los exiliados madrileños eran los señoritos. Luego vinieron los de Málaga, que eran pobres totales. Se les desdeñaba».

Desde su pequeña, pero profunda parcela en este periódico Haro , que se parece a tan poca gente, ha demostrado que posee lo más preciado para un periodista anti-corriente como él: lectores. «Bueno, muchos son hereditarios, gente que me sigue por lo del teatro, los abuelos, muchos inconformistas. Que saben que lo que quiero es ser una persona hasta que me muera, uno que dice lo que piensa, que no miente». ¿Y esa fama de pesimista? Aunque nunca, añado, había podido apreciar un pesimismo tan estimulante como el suyo. «Es que no soy pesimista en absoluto. ¿Me has leído hoy? Estoy ahí, cada mañana. Si fuera pesimista dejaría de mirar, de escribir».

Hay en Hijo del siglo ráfagas punzantes y sobrias, de sus propias penalidades: la muerte de cuatro hijos. ¿Cómo se sobrepone uno a semejante dolor? Reflexiona: «Sabiendo que la vida es eso, dolor. A lo mejor es el vivir bien lo que te embota y te atonta. Yo no he visto vivir bien más que a los tontos, presidentes de banco y gente así».

En la quieta semioscuridad el bar del Palace («Lo han reformado, antes estaba cerca de la entrada. ¿Tú también te acuerdas? Y esos libros, detrás de la barra, son nuevos, y parecen de mentira, como los de teatro»), Eduardo Haro Tecglen cabecea: «No me acostumbro a verte tomar notas mientras hablamos. No lo hagas», dice. Le respondo que mi memoria ya no es la que era.

Se ríe. Dice en su libro: «Escribo sobre lo que pasó, y lo escribo desde hoy, como lo siento hoy y como corresponde a la textura que tengo hoy. Con unos recuerdos: están deteriorados». Coqueterías de autor, pienso yo. Manteniendo un perfecto equilibrio entre lo personal y lo global, el maestro Haro realiza un relato imprescindible de la historia.

«No, no soy pesimista», insiste Eduardo Haro Tecglen, ya casi al final de nuestra entrevista. «Es más, creo que en este condenado siglo, que trato de medio contar como puedo, un montón de utopías del siglo pasado se cumplen. El voto para la mujer, el feminismo. El aborto, mal que bien, pero ahí está. Las parejas anarquistas de la Barcelona de principios de siglo, los padres de nuestra Federica Montseny, que vivían amancebados: hoy es lo corriente entre las buenas familias de las buenas clases. Y como nada pasa en vano, mucho antes de que se cumplan las utopías, en la Inglaterra de la Segunda Guerra Mundial, las clases se mezclan. Y por eso Churchill, que era el ídolo de Europa porque era el civil militarizado, perdió las elecciones: porque los ingleses no le votaron, debido a que el obrero había estado en la guerra al lado de los señores de la clase alta. Y esa guerra civil nuestra que perdemos, no la perdemos del todo: hasta Franco tuvo que hacer algo de lo que pedía el antagonista».

Sonríe, satisfecho de haberme demostrado que su pesimismo es un mito. No era necesario: su forma de ver las cosas, como ha escrito recientemente un lector, en una carta de apoyo, es la que es y la necesitamos. Si no existiera Eduardo Haro Tecglen, habría que inventarlo. Y sin cambiarle la forma en que ve la vida, el mundo, el siglo. La forma en que se expresa.

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