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Reportaje:

Una temporada en el infierno

Tres presos españoles cuentan su calvario en cárceles de Marruecos

, Gumersindo había alcanzado una jubilación tranquila cuando alguien le habló al oído de un viaje a Marruecos. Su trabajo consistiría en conducir un camión hasta la ciudad de Fez, cargar una partida de naranjas y regresar a España sin hacer preguntas. No preguntar, por ejemplo, por qué tenía que alojarse en una pensión determinada o dejar el camión en un lugar exacto. Tampoco debía extrañarse a la mañana siguiente al notar que había sido manipulado. Sólo cargar las naranjas y regresar. «El 13 de enero de 1993 y nada más llegar al puerto de Tánger», recuerda Gumersindo, «un coche camuflado de la policía me dio el alto. No hace falta decir que no venían a por las naranjas. Descubrieron el cargamento de hachís y me llevaron a comisaría. Me ataron desnudo a un artefacto de madera y me aplicaron descargas eléctricas en los pechos, las orejas y los testículos. Con una porra de goma me golpearon en los pies. Querían que les dijera dónde había cargado la droga, quién me la había dado; yo les juré que no sabía nada; les pedí agua y me la dieron, pero con lejía».

Siete días con sus noches duró aquel martirio. «Me sacaban de la celda cada tres horas hasta que consiguieron que firmara una declaración en árabe. No sabía qué estaba reconociendo, pero firmé». A Gumersindo lo condenaron a siete años de cárcel y a una multa de nueve millones de pesetas. Tras cinco años y medio por varias cárceles marroquíes, acaba de llegar al penal de El Dueso, en Santoña (Cantabria), donde terminará de cumplir su pena merced a un convenio firmado recientemente por Marruecos y España. Desde el patio de su nueva prisión -«una cárcel de lujo donde me han tratado como persona desde el primer día»- se puede ver el mar. Gumersindo lo mira y recuerda su temporada en el infierno, y a los españoles que allí conoció y allí siguen.

Estanislao M. y Javier C. también denuncian haber sufrido torturas en comisarías marroquíes. Quizá por su edad -28 y 31 años- aguantaron mejor el dolor que los días interminables de la prisión. Ahora están en El Dueso junto a Gumersindo. «Yo sabía a qué iba a Marruecos y no te voy a engañar», se confiesa Estanislao. «Había bajado otras veces, pero sólo a fumar hachís del bueno con los amigos. Esta vez lo hice por encargo. Tenía que traer 10 kilos. Fui al lugar que me dijeron y les dejé el coche. Colocaron la droga dentro del depósito, les pagué y me marché. Al llegar a la frontera de Ceuta, el gendarme que me paró fue directamente donde estaba escondido el hachís. Alguien se había chivado».

La misma canción terrible de la comisaría, y luego la maldición lenta de la cárcel. Allí conoció a Javier, y juntos se confabularon contra el destino y su mala cabeza. «Dormíamos», coinciden los dos, «en mantas sobre el suelo, unos contra otros, disputándonos los 40 centímetros que nos daban para pasar la noche. Las ratas pasaban sobre nosotros y sólo conseguías comer algo decente sobornando a los carceleros con cigarrillos. El tabaco es allí la moneda oficial». Estanislao cogió sarna, y Javier dice que la película «El expreso de medianoche, comparada con su historia, es una película de Walt Disney». Juran que no volverán. Y se quejan del abandono al que fueron condenados por los representantes diplomáticos españoles en Marruecos. «Yo no soy católico practicante», aclara Gumersindo, «pero le aseguro que durante toda aquella temporada en la cárcel sólo sentí el apoyo de sor Carmen y sor Lucía, dos monjas que nos llamaban sus muchachos y que salvaron muchas vidas».

Gumersindo leía a sus compañeros las cartas que le llegaban desde España: «Es muy duro estar en medio de lo que una madre le dice a un hijo preso». Ahora, mientras Estanislao y Javier sólo buscan rehacer sus vidas -de ahí que no quieran ser fotografiados-, Gumersindo pretende ocupar su jubilación en trabajar por los presos españoles en el extranjero. Unirse a otros que bajaron al mismo infierno, fundar una organización no gubernamental, buscar ayudas. «Hay que encontrar alguna fórmula», dice, «para que los presos puedan pagar la multa en Marruecos -condición indispensable para poder salir de allí- y cumplir el resto de la pena aquí. A mí me condenaron a siete años, y si llego a seguir allí hubiese acabado como el pobre de Serafín...»

Serafín Suárez murió el año pasado, un viernes de abril. Tenía 68 años y el corazón roto. Se sintió mal y lo llevaron al hospital. «Le dijeron», se emociona Gumersindo, «que si quería atención tenía que darles dos cartones de tabaco. No tenía y lo devolvieron a la prisión». Al día siguiente amaneció muerto.

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