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ViagraXAVIER BRU DE SALA

Se cuenta casi de todo sobre la famosa píldora masculina. Que si vuelve por un rato el mundo de color azul (¡ay, la azulada fuerza orgánica de Wilhelm Reich, que hizo estragos después del 68!). Que si hay que tener a mano una buena dosis de paracetamol, porque a veces contradice la sentencia ovidiana sobre la tristeza universal después del amor y produce un dolor de cabeza post coitum. Quien más quien menos recuerda el priapismo letal de La magnitud de la tragèdia, de Monzó, o hurga afanosamente en su memoria en busca de algún chiste que no sea demasiado fácil. El mejor que he oído, aunque basado en un craso error de apreciación, se refiere a la liberación del hombre: antes necesitábamos a las mujeres, ahora nos bastará con unas pastillas (falso, las pastillas sin deseo, sin excitación, no sirven, ya que estimulan ciertos enzimas que intervienen en la última fase del proceso que conduce a la erección). Más de un espabilado planea pagarse un viaje a Estados Unidos con la diferencia de precio entre el país de las maravillas y Andorra, donde es, aseguran, siete u ocho veces más caro. Allí sale a unas 300 pesetas la unidad y aquí, para los pocos que han conseguido una receta, a 2.000. Y como son legión los que, necesitándola o no, desean probarla, el negocio parece asegurado. Ya se sabía, por experiencia, que los parches de nitroglicerina, de efectos vasodilatadores, podían proporcionar ligeros efectos eréctiles. Existía también, por parte de algunos varones homosexuales aficionados a las prácticas amatorias de larga duración, una receta secreta: la inhalación de nitroglicerina. Menos de cinco años atrás, se descubrió que al final del torrente hormonal que desemboca en la entrada masiva de sangre en el cuerpo cavernoso del pene -la erección no es otra cosa-, se produce un gas de componente nítrico cuya función no es otra que abrir las compuertas. De ahí, la vía que ha llevado al descubrimiento de la píldora de la hombría. Al parecer, como tantas otras veces, el hallazgo fue casual. Tras una experimentación sobre nuevos vasodilatadores, las mujeres devolvían las unidades sobrantes del preparado, mientras que los hombres las guardaban como oro en paño. Santa Rita, santa Rita, lo que se da no se quita. ¿Para qué las querrán, los muy cucos? Ahora ya se sabe. En nuestras farmacias venden desde hace años, con receta, productos de efectos aceptables, aunque no tan potentes ni tan universales. Pero hasta que no ha salido a la luz pública el famoso Viagra, no se ha empezado a especular sobre cambios en la vida sexual. ¿Pueden ser revolucionarios? A juzgar por la expectación despertada, sí. Y no sólo para los hombres con problemas. A partir de cierta edad, se deja notar el lento declive de la potencia sexual masculina. Aunque no se presente impotencia, la calidad del asunto va dejando que desear. Gracias al Viagra, las odiseas sexuales a las que la mayoría de los hombres son tan aficionados dejan de ser por obligación un recuerdo de juventud. Se podrá quedar como un señor ante uno mismo, recobrar la confianza y la autoestima, sentirse Tarzán, lo que sea. La pisoteada masculinidad vuelve a florecer rampante. El problema puede estar en las receptoras de tanta solicitud masculina. Salvo contadas excepciones, no parece a priori que abunden las aficionadas a compartir sistemáticas sesiones prolongadas de frenesí amoroso. Raras veces la fogosidad femenina corre paralela a la de los varones. Escribía Pla que el matrimonio, ahora diríamos la pareja estable, es una formidable fábrica de castidad. Sospecho que es verdad, y más después de que una amiga me dijera, con un gran suspiro de alivio: "Lo mejor de cumplir 50 años es que una queda fuera del mercado sexual". Tremendo. En un precioso poema, Ovidio se dirige a su propio pene, increpándolo por no haberle permitido realizar sus deseos. "Tú, que llegaste a cumplir nueve veces en una corta noche , ahora que después de tantos afanes he accedido al lecho de mi amor y te necesito más que nunca, me niegas tu auxilio". No sirvieron de nada las caricias ni los besos. No quería levantarse y no lo hizo. Aunque lo mejor está en el último verso. Ella, para que sus criadas no supieran de la afrenta, pidió, al amanecer, agua para lavarse. A la tremenda frustración masculina corresponde en el poema, por parte femenina, la simple necesidad de salvar las apariencias. Primeras secuencias del enamoramiento a un lado, la naturaleza ha diferenciado mucho más de lo que solemos admitir la sexualidad masculina de la femenina. A la vista de la experiencia acumulada por siglos de cultura, es poco realista suponer, pues, que a una mayor solicitud de ellos corresponda por sistema el mismo incremento de la disponibilidad femenina. Dejando aparte la milagrosa curación de los millones de penitentes que arrastran su impotencia por nuestro civilizado mundo, es de temer que la píldora de la erección ponga al descubierto esa separación. Incluso que contribuya a profundizarla.

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