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Reportaje:

Chiapas, la otra realidad

Las dos caras del "subcomandante" Marcos, por Maite Rico y Bertrand de la Grange

«Durante un año gobernó en las montañas del sureste mexicano la ley de los zapatistas. Cuando nosotros gobernamos bajamos a cero el alcoholismo, y es que las mujeres acá se pusieron bravas y dijeron que el trago sólo sirve para que el hombre les pegue a las mujeres y a los niños y haga barbaridad y media, y entonces dieron la orden de que nada de trago y entonces pues nada de trago y no dejamos pasar el trago y los más beneficiados eran los niños y las mujeres y los más perjudicados eran los comerciantes y los del Gobierno. (...) Y se elevó la esperanza de vida de la población civil. (...) Y las mujeres empezaron a ver que se cumplían sus leyes que nos impusieron a los hombres. (...) Y también se prohibió la tala de árboles y se hicieron leyes para proteger los bosques y se prohibió la cacería de animales salvajes. (...) Y se prohibió el cultivo, consumo y tráfico de drogas. (...) Y la tasa de mortalidad infantil se hizo pequeñita. Y acabamos con la prostitución y desapareció la mendicidad. Y los niños conocieron los dulces y los juguetes...»Éste es el balance que el subcomandante Marcos hacía del primer año de gestión zapatista en las comunidades de la Selva Lacandona. Recurriendo a la sintaxis indígena, escribió esta carta en marzo de 1995 para agradecer el apoyo llegado del extranjero. El ejército mexicano, explicaba, acababa de entrar en la zona y detrás de los tanques de guerra habían llegado otra vez «la prostitución, el trago, el robo, las drogas, la destrucción, la muerte, la corrupción, la enfermedad, la pobreza». Las hipérboles son inherentes a cualquier guerra de propaganda, y en el caso de Chiapas demostraron su eficacia. La carta se publicó en varios medios mexicanos y extranjeros y fue recibida con ilimitada admiración por miles de lectores. En un pequeño lugar del planeta, pensaron, existe el Paraíso, y tratan de acabar con él.

Las licencias literarias de Marcos, ciertamente, tienen poco que ver con la realidad cotidiana de Las Cañadas, los valles de la Selva Lacandona. La tala de árboles no ha cesado porque las comunidades utilizan leña para cocinar. Sólo que además se ha agravado: la decisión de Marcos de construir cinco anfiteatros político-culturales exigió el sacrificio de miles de árboles.

La ley de las mujeres existe en los campamentos de los insurgentes, no en las comunidades indígenas, donde todavía prevalecen las tradiciones. Las guerrilleras toman la píldora y escogen compañero -eso sí, con el permiso previo del mando-. En las comunidades, en cambio, aún perviven la dote y los malos tratos. La vida de Dominga, en el ejido zapatista de La Sultana, apenas se diferencia de la de Carmela, en el ejido antizapatista de San Quintín: un no parar desde las cuatro de la mañana entre la molienda del maíz, la elaboración de tortillas, las caminatas agotadoras con las cargas de leña, el trabajo en la parcela, los niños y los embarazos eternos.

El alcohol está vedado en el territorio bajo control zapatista, pero no por decisión de las mujeres, sino de los jefes blancos de la guerrilla, que desde el principio hicieron de la abstinencia un requisito imprescindible para entrar en el movimiento. Es sabido que las libaciones aflojan la lengua y la disciplina, y si el EZLN quería crecer en la clandestinidad tenía que evitar todos los riesgos, como había explicado el mismo comandante Tacho. Ya desde hacía años la Iglesia había intentado combatir el alcohol, con escasos resultados. La dirección zapatista se empleó a fondo. Las transgresiones de la ley seca estaban severamente penalizadas: encarcelamientos, castigos físicos, multas e incluso la pena de muerte, al menos en un caso, el de Benjamín. Este indio chol de Sabanilla había sido uno de los primeros miembros del EZLN y se dedicaba al reclutamiento. Pero «vendía balas para comprar trago», cuenta un insurgente. Su suerte estaba echada. Con los ojos vendados y las manos atadas, Benjamín cayó bajo los disparos del comandante Germán en 1984, cerca del campamento de La Candelaria, en la reserva ecológica de los Montes Azules. Ésta fue la primera ejecución, pero según reconocen algunos zapatistas, todos los esfuerzos por acabar con el alcohol resultaron vanos y despertaron en cambio muchos rencores.

A unos kilómetros del lugar donde, ese mes de marzo de 1995, Marcos tecleaba en su computadora portátil las bondades de las leyes zapatistas, el agente auxiliar del ejido Avellanal, que era de los pocos vecinos que sabían escribir, se afanaba en redactarles una carta a los habitantes del Nuevo Poblado Santo Tomás y del Nuevo Poblado Las Tacitas. Estas dos comunidades habían sido fundadas por las familias de Santo Tomás y Las Tacitas expulsadas por los milicianos del EZLN al inicio del alzamiento armado.

Su percepción de las leyes zapatistas no se parecía en nada al cuadro pintado por Marcos, como muestra este patético llamamiento a las autoridades:

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«Les pedimos su apollo, que no salgan los ejercitos mexicanos hasta que entregan sus armas los zapatistas. Primero nos va disparar las armas de nosotros o que nos encuentra en camino nos va dejar balaciado. Queremos que cada comunidad lo manda los ejercitos mexicanos. Si este acuerdo de los campesinos no lo cumplen todos nosotros hoy en adelante vamos a desplazar nuevamente. Son acuerdos que ya se tomaron. Hombres y mujeres, niños estamos dispuestos de salir porque nosotro no queremos morir. Este documento queremos que se publican en periodicos en noticias y en televicion». La carta nunca vio la luz. Ni ésta ni otras muchas enviadas en los meses anteriores, todas escritas con caligrafías esforzadas. La bella retórica de Marcos había logrado ocultar, una vez más, la otra cara del Paraíso: la de las tragedias humanas, las divisiones de familias y comunidades, la limpieza política, el pillaje y el éxodo de 30.000 personas, casi la mitad de la población de Las Cañadas. Por lo visto, las huellas digitales estampadas por los indios al final de sus escritos tenían menos credibilidad que la rúbrica del subcomandante.

Con la tregua y el comienzo de las negociaciones, a partir de febrero de 1994, el EZLN afianzó su control sobre la región. Y entonces reinó el nuevo orden. El falansterio idílico presentado a la opinión pública escondía una estructura político-militar piramidal controlada por Marcos y un pequeño grupo de indígenas. Los milicianos establecieron retenes en todos los caminos para cobrar impuestos o, simplemente, impedir el paso en función de criterios arbitrarios. Los autobuses públicos dejaron prácticamente de circular, lo que paralizó el comercio. Ante la falta de cosechas, la ayuda humanitaria se hizo cada vez más perentoria. Para las comunidades zapatistas, era el precio de la lucha. Para las que no se querían unir al movimiento, fue el comienzo de la pesadilla. Las amenazas se fueron transformando poco a poco en castigos y expulsiones. Simultáneamente a los comunicados de Marcos, otras cartas llegaban desde Las Cañadas, dirigidas a la diócesis y a la dirección del sindicato campesino ARIC.

Estas cartas, de una sencillez desgarradora, son verdaderas crónicas de la vida cotidiana. Su publicación hubiera perjudicado gravemente la imagen del EZLN, que con el apoyo de la diócesis de San Cristóbal había creado el mito de la unanimidad indígena. Aún no es tarde para escuchar todas estas voces discordantes, a menudo desesperadas, que nadie tuvo en cuenta durante los dos primeros años del conflicto. Hemos respetado en lo posible la sintaxis y la ortografía originales.

«Te damos de saber sobre problema el grupo zapatista (escribían los habitantes del ejido Ibarra el 28 de febrero de 1994). El día 26 de febrero, como a las siete de la noche llegaron el grupo y armados llegaron aprestar el instrumento de la iglecia como los aparatos de sonido y guitarras. dijeron que ban a hacer fiesta pero es puro pretecsto. Ademas estan llevando las mesas y bancas de la iglecia y nosotros no le gustamos. Enpesaron a ensustar la comunidad tiraron muchas balas llego las balas en la iglecia asustaron los niños uyeron en las calles y llorando las mujeres y mentaron mucho de nosotros. Dijeron que nos ban a dejar presos todo de nuestros cuerpos y agarraron una persona el responsable y llebaron en la casa de la seguridad lo amarraron una noche y un dia y ay tres personas que se quedaron amenasadas para capturar. por eso estamos descontento. Atentamente».

Los campesinos del ejido Santa Rita contaban su experiencia en una carta fechada en abril de 1994.

«Los sapatista en Santa Rita quitaron el radio el dia martes 12 de abril a las 3:00 en punto de la tarde en primera ves que vinieron. Segunda ves fue el dia jueves 14 de abril. Lo amenasaron al presidente de la organisasion ARIC. dijieron que no ay govierno que el govierno es el sapatizta. Los zapatizta despues de su muerte de los autoridades dijieron que lo va a varrer todos los que estan de la organizacion ARIC. Tercera ves entraron en su casa del encargado como a las once de la noche. Lo quebraron la puerta de la casa y se entraron a saltar al señor Juan Perez. Lo detuvieron a fuera de la casa para registrar de su casa y el señor Juan ya no pudo ablar porque lo metieron el cañon del arma en la boca y los zapatizta dijieron un chingo de amenaza».

El goteo continúa: las autoridades del ejido Zapotal anuncian en abril de 1994 la acogida de los pobladores de San José y de Calvario, expulsados por los «señores zapatistas».

«El lunes 28 de marzo salieron caminando a las 12 de la noche. Binieron con sus esposas y sus hijos sufriendo en el camino. Al amaneser llego en Zapotal, nunca aseptaron ingresarse a la organisacion zapatista porque bien lo saben que no es camino de nuestro Señor. (Previamente, los refugiados habían sido despojados de sus tierras y enseres): 51 hectareas de potrero, 20 hectareas de cafetales, 50 rrollos de alambre, 6 hectareas de caña, 10 hectareas de rozaduras, 20 casas abandonadas, 6 despulpadoras de madera, 250 matas de arboles frutales...».

Decenas de cartas iban llegando de la mayoría de los poblados. Todas denunciaban los mismos abusos de los milicianos zapatistas: robo de dinero, ganado y enseres, encarcelamientos, trabajos forzados, expulsiones y violencia.

La entrada del ejército federal en la Selva Lacandona en febrero de 1995 y el comienzo de las negociaciones de paz en abril dejaron al descubierto la envergadura de la fractura social en la región de Las Cañadas. A pesar de la presencia de los soldados, todavía se produjeron algunos incidentes. En julio, un grupo de milicianos zapatistas llegó al ejido Morelia para castigar a la población porque había solicitado un crédito para la producción de café. En esa misma comunidad los militares habían cometido graves abusos durante el levantamiento de enero de 1994. Ahora los papeles se habían invertido. «Nos están tratando muy mal porque no queremos incluir con ellos y tienen reglamentos que ellos mismos están violando», decían en una carta las autoridades ejidales, que pedían a la Comisión Nacional de Intermediación en las conversaciones de paz, presidida por el obispo Samuel Ruiz, «que nos mande unos derechos umaños para arreglar este asunto».

De la gravedad de los hechos da cuenta la carta urgente que el párroco de Ocosingo, Jorge Rafael Díaz, envió el 4 de julio de 1995 al obispo de San Cristóbal, rogándole su intervención:

«Son varias las fuentes que constatan que el día sábado 3 del corriente se presentaron en dicha comunidad milicianos zapatistas para, primeramente, culpar a una parte de la población de aceptar despensas y créditos del Gobierno. Además les recriminan pertenecer a ARIC oficial. Por tal motivo el mismo día encarcelaron a 34 hombres de la comunidad, dejando posteriormente libres a 28 de ellos y quedando todavía, hasta hoy, los seis restantes encarcelados. Se han dado varios incidentes como el de amarrar y castigar a uno de ellos y de dar trabajos forzados a las mujeres».

«La propuesta que ellos hacen a estas personas es que acepten formar parte de la organización (zapatista) y del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Dando como plazo para que tomen la decisión hasta el día 8 de julio. Además han impuesto una multa hasta de cinco mil nuevos pesos por cada uno de los presos. Creemos que en este momento es preciso su intervención inmediata ya que la situación es grave; de no aceptar la propuesta, estos pobladores han sido amenazados con su expulsión de la comunidad».

La diócesis de San Cristóbal estaba al corriente de todo cuanto acontecía. Además de los informes de sus sacerdotes y de las actas de protesta, el obispo Samuel Ruiz recibía peticiones de ayuda de las comunidades. «Le rogamos su baliosa interbención para hablar con el subcomandante Marcos porque el sabe como controlar su ejercito y su grupo en las comunidades, para que nosotros no tengamos problemas con los hermanos zapatistas», le escribían, en abril de 1994, los habitantes del ejido Lázaro Cárdenas. Las familias de Pichucalco, Amador, Salvador Allende y de varias rancherías refugiadas en el ejido La Candelaria pidieron al obispo que acudiera para mediar con los milicianos. «Nosotros no podemos hacer nada porque ellos están armados y por el momento se encuentran muy encabronados».

Ninguna de estas denuncias se hizo pública. «Don Samuel envió algunas cartas, pero no quería meter mucho las manos», aseguran los dirigentes de ARIC, que habían tratado infructuosamente de reunirse con él. Y es que el obispo estaba muy ocupado, entre sus actividades de mediador y sus múltiples viajes por el mundo para recoger galardones y preparar su campaña para el Premio Nobel de la Paz.

Ante auditorios alemanes o norteamericanos, a don Samuel se le llenaba la boca con emotivas disertaciones sobre el sufrimiento de los indios comidos por las lombrices, mientras una buena parte de sus fieles reclamaba inútilmente su presencia. El resentimiento de estas poblaciones hacia el obispo es palpable. «Seguimos su consejo, nos apartamos de la lucha armada, porque no es el camino del Señor, y ahora no nos pela, porque de nuevo se pone del lado de Marcos», se quejaba amargamente un grupo de refugiados en Ocosingo.

Ni siquiera el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, que preside el propio Samuel Ruiz, se libra de la parcialidad. Su informe anual (julio 1994-junio 1995) no hace una sola referencia a las actas de denuncia contra los abusos cometidos por los milicianos zapatistas, reconocidos incluso por el propio subcomandante Marcos. Y eso a pesar de que el documento, titulado Alzamos la voz por la justicia, pretende recoger «la situación en que se encuentran las comunidades del estado después del levantamiento armado».

La publicación de la diócesis dedica amplio espacio a la entrada del ejército en la Selva Lacandona en febrero de 1995. Sorprendentemente, no documenta ninguna de las ejecuciones sumarias denunciadas a bombo y platillo en los días posteriores a la intervención militar (y que, como se vio antes, se trataba de rumores sin fundamento). Junto a la descripción de abusos reales, como los destrozos causados por los militares en tres comunidades, el informe da cuenta de observaciones atribuidas a miembros de los «campamentos civiles por la paz», que aseguraban haber visto cómo los soldados envenenaban los pozos de agua y la comida y repartían con fruición «dulces con marihuana» entre los niños.

El Centro Fray Bartolomé de Las Casas recibe generosas ayudas internacionales, en especial del Gobierno canadiense y de la asociación religiosa alemana Misereor. Que una organización de estas características se permita publicar tales absurdos es ya en sí irresponsable. Pero es más grave todavía que omita cualquier alusión a los excesos cometidos por el EZLN.

La diócesis, por ejemplo, protesta airadamente «contra la obstrucción al libre tránsito» derivada de la presencia de los militares (que en realidad se limitan a controlar los caminos sin impedir el paso de civiles). En cambio nunca abrió la boca para denunciar la presencia de los retenes zapatistas, que durante trece meses prohibieron el acceso a Las Cañadas e impidieron a la población local salir libremente de la zona.

El informe del Centro Fray Bartolomé dedica también un capítulo a las expulsiones... de los indígenas católicos y evangélicos por parte de los indígenas tradicionalistas de San Juan Chamula, en la región de Los Altos, fenómeno que comenzó hace tres décadas. Ni una palabra sobre la campaña de limpieza política que obligó a miles de indígenas no zapatistas a abandonar sus poblados en Las Cañadas. Ni una palabra sobre la pérdida de sus bienes, el robo de su ganado o la destrucción de sus casas y cosechas.

Este silencio estruendoso contrasta con la celeridad con la que la diócesis ha denunciado la expulsión de miles de indígenas en Los Altos y la zona norte, víctimas de la arbitrariedad de sus vecinos, en este caso militantes del partido en el poder. ¿Es aceptable el doble rasero en la actuación de una organización de defensa de los derechos del hombre? ¿Deben sólo denunciarse los abusos cometidos por el aparato del Estado y por los sectores civiles favorables al Gobierno? Así parece considerarlo el obispo de San Cristóbal, que ha convertido los derechos humanos en un arma de guerra en su enfrentamiento personal con el poder.

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