Rato con la rebaja
LA REBAJA de impuestos a través de una reforma del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) fue una de las promesas electorales más emblemáticas del Partido Popular, y una exigencia creciente de los contribuyentes. Hasta tal punto era sentido este requerimiento social, que también el partido socialista se había comprometido, de haber triunfado en las elecciones de 1996, a reformar algunos de los aspectos más controvertidos de esta figura impositiva. Estos puntos negros son la existencia de un tipo máximo muy elevado, la complejidad en su cumplimentación y en su gestión y el elevadísimo volumen de fraude fiscal que ha devenido en una característica estructural de la economía española. La reforma que propone el Gobierno, aprobada el viernes pasado en el Consejo de Ministros, pretende, según confesión propia, corregir esas imperfecciones. La reducción del tipo máximo al 48% desde el 56% es razonable. Los países de nuestro entorno tienden a eliminar los picos de gravamen en el contexto de reducción del peso de la imposición directa en el conjunto de la recaudación. La existencia de un tipo elevado y centrado en las rentas del trabajo había acelerado la búsqueda de mecanismos de distracción de la obligación de tributar, bloqueando la oportunidad de bajar la espectacular bolsa de fraude en España. Además, gravar las rentas de trabajo con tipos elevados crea enormes desigualdades con la tributación de otras rentas, las del capital, que acaban generando paradojas sobre qué tipo de contribuyentes y cuánto aportan a las arcas públicas.
La línea dominante en los países de la UE, con los que España creará una moneda común, también es reducir el número de tramos de este gravamen. Éste es el segundo aspecto destacable en esta reforma; de los ocho tramos actuales se pasa a seis. El tipo mínimo de tributación también se reduce en dos puntos porcentuales, hasta el 18%, en el proyecto de Rodrigo Rato.
Más allá de estos dos aspectos fundamentales, la reforma elimina algunas deducciones que serán absorbidas por lo que se denomina mínimo personal y familiar , e introduce variaciones en otras, más difíciles de entender, como es el tratamiento a las familias con hijos (más favorable cuanto mayor es la renta de éstas), y la modificación, pero no la eliminación, de los beneficios fiscales en la adquisición de la vivienda, que afecta a más de cuatro millones de contribuyentes. Todo ello debe traducirse en una simplificación de la gestión del impuesto.
Así se liberarán recursos humanos en la Administración tributaria para tareas de investigación y comprobación selectiva, que pueden reducir el fraude fiscal. El combate contra la defraudación fiscal será una de las referencias más significativas para valorar si esta reforma del IRPF -además de eficaz- es ecuánime, pues la mayor contradicción en el terreno de los impuestos se da entre quienes pagan los impuestos que deben y los que no lo hacen. Si aflorara una parte de las rentas ocultas al IRPF, la recaudación experimentaría un aumento significativo, disminuiría el déficit y se podrían ampliar los niveles de protección social, acercándolos a los estándares de la UE. Sería deseable que el Gobierno adquiriera un compromiso más rotundo y preparara un plan contra el fraude fiscal concreto y ambicioso, que tuviera en cuenta las nuevas condiciones del IRPF.
Las cautelas que provoca la reforma derivan en primer lugar de su coste para el Estado, y la ausencia de mecanismos claros de compensación de los mismos. Oficialmente se ha estimado el coste total de la reforma en unos 550.000 millones durante los años 1999 y 2000. Confiar en el aumento de la recaudación como principal paliativo a esta reducción de los ingresos entraña un riesgo elevado; la experiencia de otros países que han reducido la presión fiscal indica que la recaudación no remonta, al menos en el corto plazo. La cuestión está en saber cómo se van a sufragar las partidas de gasto en los Presupuestos sin aumentar el déficit público. El Gobierno no ha dado respuesta a esta incógnita.
El momento en el que se va a implantar la reforma también genera incertidumbres. El crecimiento de la economía y del consumo privado no requieren hoy estímulos adicionales a los monetarios. La liberación de renta fiscal, además de amenazar el saneamiento de las finanzas públicas, pone en riesgo la evolución de los precios. Estos efectos se dejarán sentir en pleno rodaje de la fase final de la unión monetaria, en cuyo proyecto el equilibrio de las finanzas públicas es una exigencia básica en la que se han comprometido los Ejecutivos de los 11 países que formarán el área del euro.
El debate parlamentario puede ser la ocasión para que el Gobierno aclare algunas de estas cautelas, y los partidos de la oposición presenten sus propias opciones, partiendo del acuerdo general de que el IRPF necesitaba una reforma para hacerlo más eficaz y ecuánime.
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