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Tiempo de felicidad

Aunque hacía dos años que no cruzaba con ella una mirada, Orson Welles era todavía, en la primavera de 1947 (el divorcio llegó en otoño), marido de Rita Hayworth, cuando ella se ofreció al eternamente cabreado Harry Cohn, jefazo de la Columbia, para protagonizar con Welles un thriller de relleno de lote, La dama de Shanghai, ínfimo para su condición de máxima estrella de Hollywood. Welles, que dirigía también la película y escribió los diálogos del personaje, Elsa Bannister, a la medida de la segundona Barbara Laage, no se sorprendió ante el ofrecimiento de una mujer cuyas interioridades eran para él un libro abierto en el campo de batalla del doloroso matrimonio que padecieron. Cuando, años después, la actriz evocó como «el tiempo de la dicha» ese infortunado desamor, Welles dijo a unos amigos con voz más sombría que de costumbre: «Si aquello fue la felicidad, imaginad lo que habrá sido para ella el resto de su vida». Un cine madrileño va a recuperar La dama de Shanghai y veremos la película en el único marco (gran pantalla de una sala en penumbra) que desvela el enigmático choque entre dicha y desdicha ocurrido en el reencuentro ante las cámaras de estas dos leyendas del cine y que quedó secretamente impreso en los destellos de la hermosa negrura de las imágenes de Charles Laughton y (luego, en refinados acabamientos en estudio) de Rudolph Maté. Decir que recuperamos así uno de los monumentos mayores y más intrincados de la historia del thriller es decir poco, porque con él recuperamos también el lado confortador de una historia verídica de amor e infortunio, y, más allá, más hacia el fondo de lo que le ocurre a la gente que se desnuda tan a fondo que se arranca la piel, la evidencia (casi imperceptible de puro tenue) de que algo de aquel calvario -imposible de verbalizar, pues está hecho de imagen pura- se percibe en imágenes esenciales del filme y arroja luz sobre lo que condujo más tarde a Rita Hayworth y Orson Welles a expresar su infierno privado con palabras discordantes que expresaban un inexplicable acuerdo.

Han ido saliendo a la luz indicios de que hay más que verdad en aquella aparentemente descabellada nostalgia que condujo a Rita Hayworth a situar su tiempo de felicidad en el desastre que la anudó a Orson Welles. Y más que verdad hay también en que Welles dedujese de esa su conversión de un fracaso en un paraíso perdido la aterradora magnitud de la infelicidad en que estuvo atrapada durante toda su vida una mujer que fue bestialmente golpeada por la humillación en estado absoluto y que acabó sus días en la paz mineral de los dementes. Porque aquel despojo humano que Welles, años después, encontró un día en un aeropuerto y huyó aterrado al darse cuenta de que no le reconocía, vivió su corta y fulgurante edad dorada erguida como un gallarda mujer esculpida y desde ella inundó, a su manera inimitable, de belleza al mundo.

Welles conocía mejor que nadie qué peligroso territorio hizo cruzar a Rita Hayworth cuando en destellos de algunas imágenes esenciales de La dama de Shanghai y en explosivos agolpamientos de instantes de autoexpresión mutua, concentrados en tres grandes escenas secuenciales -el encuentro en el acuario, la metáfora de los tiburones y la lucha en la sala de los espejos, que es una de las pruebas de fuerza más audaces y brillantes de todo su cine-, convirtió a la estrella en actriz, haciendo añicos los moldes en que la habían encerrado los fabricantes de muñecas para ser soñadas y sacando de la intensa tristeza, hasta entonces ignorada, de su mirada un chorro, hasta entonces también ignorado, de vigor e inteligencia interpretativa.

Sabía Rita Hayworth qué quería cuando pidió a Harry Cohn que la hiciese descender del lugar en el Olimpo que le proporcionaba su jerarquía de estrella para sustituir a una actriz sin nombre de neón en una película de relleno. Y Welles sabía qué buscaba ella con aquel paso suicida. De ahí la turbadora subversión (y también cierta condición bautismal) que destila la presencia de Rita Hayworth en esta genial obra. Y tal vez de ahí, de lo que tuvo su tarea en La dama de Shanghai de colaboración en el comienzo del suicidio moral de una mujer que amó, el mortal rencor de Welles contra esta formidable obra suya.

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